A James Rhodes le precede el mito, ya se sabe: el pianista que sufrió abusos sexuales (o violaciones continuadas, para llamar a las cosas por su nombre, como él insiste en hacer) durante su infancia y como consecuencia vive con más de una decena de trastornos psíquicos diagnosticados. Todo esto lo relató con detalle en su autobiografía, Instrumental (2014), cuya publicación intentó impedir su primera esposa en un juicio larguísimo que, terminó perdiendo, afortunadamente para todos los amantes de la literatura.
Cuando estaba ingresado en un hospital psiquiátrico sobreviviendo a base de medicamentos y televisión, un amigo suyo le pasó de contrabando un iPod escondido en un bote de champú (estaba prohibido, al parecer, regalar nada que no fueran artículos de higiene) y el Adagio de Bach y Marcello, dice, le salvó la vida. Ahora, él se ha propuesto devolver el favor.
Devolver el favor significa rescatar a la música clásica de las gentes que la han secuestrado: ricos que van a la ópera y a los conciertos vestidos de esmoquin quién sabe si a escuchar música o a ver y dejarse ver, gente muy seria que observa exquisitamente la etiqueta que obliga a no aplaudir entre movimientos, productores aburridos que se empeñan en poner como portada de los discos acuarelas insulsas y esnobs que escuchan a Beethoven enfundados en su batín con una copa de coñac en la mano. Cierto, es un poco caricaturesco, pero es que James Rhodes tiende a la exageración. El núcleo, en todo caso, está bien recogido: la idea es llevar la música clásica a todo el mundo, impedir que termine por convertirse, ya definitivamente, en una marca de clase, porque, como diría Calderón, la música es patrimonio del alma y no hay derecho a que los ricos acaparen también el alimento espiritual del ser humano.
Así que James Rhodes se presenta en vaqueros y sudadera en los conciertos, habla entre las piezas para explicar por qué son importantes, apaga las luces de la sala y, por supuesto, se asegura de que sus discos tengan portadas atractivas. El resultado, no sé si sorprendentemente, le da la razón. Hasta hoy, sus libros han vendido decenas de miles de ejemplares solo en España, sus conciertos están siempre llenos y hasta tiene una sección en el programa de radio A vivir. Un éxito, bien pensado, insospechable para un pianista clásico que viene a corroborar su tesis: la música clásica mantiene, solo faltaba, toda su vigencia. Es más, como no necesita de formación previa (es infinitamente más fácil, por ejemplo, escuchar por primera vez a Bach que leer por primera vez a Góngora) es el arte que más fácilmente, más inmediata y profundamente conmueve a cualquier persona, independientemente de su edad, nacionalidad, nivel cultural…
De su desempeño divulgativo en una larga gira por Europa y, por supuesto, de su tormentosa vida interior ha dado cuenta en Instrumental, ya suficientemente reseñado pero de lectura ineludible, y en un libro reciente, Fugas (mucho mejor el título original, Fire on all sides), mucho menos conocido. Ambos libros son interesantísimos para comprender y emocionarse con algunas de las mejores obras clásicas: el talento de Rhodes para explicar cómo en la famosa Chacona de Bach puede entenderse una triste despedida a su mujer, recién muerta, y cómo la música vuelve una y otra vez sobre sí misma como si Bach no quisiese terminar de despedirse, es propio de uno de los mejores y más apasionados profesores. Y repite la operación cada vez que comenta una obra: cómo se trasluce la relación tóxica pero amantísima de Chopin con George Sand en sus obras para piano, la oda al amor y al perdón que supone la melodía final de Las bodas de Fígaro de Mozart. Es incluso capaz de reírse de su admiradísimo Beethoven a cuento de la sonata (o fragmento de sonata) que compuso el estadounidense Dudley sobre el tema de El puente sobre el río Kwai.
Pero además James Rhodes es sorprendentemente admirable desde el punto de vista literario. Como Instrumental, Fugas es un libro apasionante por su escritura enfebrecida:
[…] como si Currentzis hubiera encontrado un agujero espacio-temporal en el cosmos, hubiera retrocedido en el tiempo para llegar a la mente de Mozart y hubiera reproducido lo que este pensaba. Una teletransportación insólita y genial de un lado a otro del continuo espacio-temporal,por sus accesos flagelatorios autoirónicos: “Suelto chillidos y me lamento con una voz de quejica insoportable del CONCIERTO SUPERIMPORTANTE que está apunto de celebrarse pero que yo gestiono como una piltrafa enferma” (aunque estremece imaginar cómo debe ser vivir así a todas horas y sobrecoge pensar la importancia que puede llegar a tener la música) y por la desenvoltura con que habla de sus compositores más admirados: “Si llegara a viajar al pasado y conociese a Bach, no sé si le daría un puñetazo o si le comería la polla”.
A fin de cuentas, estamos hablando de alguien capaz de describir así el sonido de alguna de las piezas que toca en una sala (tristemente no dice de cuál): “Es denso, pero íntimo, como el suspiro que te suelta al oído una chica guapísima cuando se corre”. Y de añadir lo siguiente a continuación: “(Me da igual, este es mi libro y pienso utilizar las comparaciones que me dé la puta gana)”.
Mis conocimientos de música no llegan para enjuiciar su valía como intérprete (aunque dicen que es muy bueno), pero hay que reconocer que alguien así tiene un talento literario literalmente fuera de lo común y que una actitud tan apasionada y desacomplejada solo puede hacerle bien a la música. Agradezcámoslo.