A grandes rasgos, 2017 no ha sido un año especialmente pródigo en obras memorables. De hecho, para mí la cantidad de esperpentos fue alta, aunque convenga siempre ser cauto en los análisis. Por lo general, las películas estrenadas en España se han dejado ver y poco más. Sin embargo, por diversos motivos, las películas que a continuación figuran en este texto merecen la pena ser vistas. En la siguiente entrega ofrezco mi particular top cinco, en el que figuran los nombres de directores como Scorsese, selección que, por lo discutido en estas semanas anteriores, no se parecería mucho a la que harían mis compañeros. Pero no hay que adelantar acontecimientos. De momento, el lector podrá navegar por cinco películas de lo más variado, aunque, aviso, no incluyo ninguna comedia. Supongo que, a pesar de ello, podrán echarse unas risas…
10. El autor, Manuel Martín Cuenca
Otras películas podrían haber entrado en este listado (véase la crítica de Baby Driver de mi compañero Raúl), pero he preferido incluir una que manifestase el estado actual del cine español: películas competentes pero que no terminan de deslumbrar (salvo excepciones como Magical Girl, Carlos Vermut, 2014). Tras la fallida Canibal (2013), Manuel Martín Cuenca adapta con acierto un texto de Javier Cercas, El móvil, y, sobre todo, sabe reflejar a través del montaje una trama sin fisuras, llena de gracia narrativa y malévolo sentido del humor. Un hombre gris, que presenta concomitancias con los personajes turbios de Saramago, descubre que su mujer, una reina de la novela rosa y facilona, le pone los cuernos. Tras marcharse de la casa y pedir vacaciones en el trabajo, se instala en pleno centro de Sevilla con el único objetivo de escribir una “novela de verdad”, la gran misión de su vida. Una “novela de verdad”. ¿Qué quiere decir esto? Precisamente, esta es la cuestión capital que se plantea el director y que va cobrando forma gracias al estupendo desempeño del reparto, con Javier Gutiérrez a la cabeza. La obsesión por la escritura se convierte en el tema principal del filme, pues el protagonista, al escribir sobre sus vecinos, fusiona la ficción con la realidad y provoca que esta caiga supeditada a sus deseos, aunque, como demuestra el final de esta fábula llena de mala baba, las consecuencias de nuestras acciones siempre tienen efectos inesperados, pues la verdad siempre acaba imponiéndose. La última escena revela la pervivencia de la idiocia humana, y supone la plasmación en pantalla, en términos heideggerianos, del descubrimiento de la propia existencia, de la vida como novela.
9. Múltiple (Split), M. Night Shyamalan:
Tras inmolarse por el dinero que le ofreció Will Smith para dirigir ese engendro histórico que conviene olvidar (After Earth, 2013), la carrera de M.Night Shyamalan parecía condenada al ostracismo: ya nadie tomaba en serio al intitulado en su día como “sucesor de Hitchcock” –boutade propia del efecto dos mil. Sin embargo, parece que el retiro al campo -en este caso, al cine de bajo coste- le vino muy bien: La visita (2015) le reconcilió con el público y con parte de la crítica. El anuncio de su colaboración con el escocés James McAvoy en un filme que recordaba en su premisa al clásico Las tres caras de Eva (Nunnally Johnson, 1957), aunque con un toque de terror y gore, no podía sino llamar la atención, pero el resultado ha superado las mejores expectativas: taquillazo mundial y relanzamiento definitivo de la carrera del americano-hindú. Múltiple no es una película perfecta, ni mucho menos, y presenta carencias en cuanto a la coherencia narrativa, pero el derroche de imaginación y la efectiva mezcla entre géneros elevan esta historia sobre el secuestro de tres adolescentes por un individuo que atesora hasta 24 personalidades distintas -hipérbole innecesaria, pero ya conocemos los delirios propios del director. La película es un ejercicio de artesanía que, sin renunciar a cierta autoría, sabe captar a un público que busca cine de masas. Además, emocionará a los fieles de Shyamalan desde El sexto sentido (1999) y la magistral El protegido (2000). Sin duda, el alma de la película es McAvoy, y sin él no funcionaría de la misma manera, pues posibilita la creación de la incertidumbre y de la fascinación ante lo que pasa en pantalla, como si la película no fuese en sí sino una plasmación de la quebradiza personalidad de los héroes de la filmografía de Shaymalan y una demostración de que nada es lo que parece. Desgraciadamente, los Oscar ignorarán al actor escocés.
8. En realidad, nunca estuviste allí (You were never really here), Lynne Ramsay
De nuevo, Joaquin Phoenix interpretando a un animal, a un ser torturado. Parece difícil que volvamos a ver a un personaje como Fredie Quell en la incomprendida The Master (Paul Thomas Anderson, 2013), pero resulta indudable la capacidad de entrega de Phoenix, quien a partir de su interpretación sabe establecer diferentes capas explicativas a partir de una premisa sencilla, sacada de un texto de Jonathan Ames: un ex marine tiene como trabajo liberar a adolescentes que han sido secuestradas por los tratantes de blancas. Ramsay elige contar esta historia a través de una estética del silencio, en la que los diálogos apenas aportan información ya consabida, y con la que tan solo es pertinente la conjugación entre los diferentes códigos -musical, visual y lingüístico- para construir un estudio del personaje. Así, el espectador infiere el argumento, pero no podrá respirar con comodidad ante lo acaecido –mostrado- en pantalla. Importa más el rostro de un hombre frente al acantilado que la crítica social explícita, y la directora da lugar a un bodegón psicológico, imágenes de corte expresionista, para mostrar cómo un soldado nunca deja el frente de batalla. La historia fatalista recuerda la imposibilidad de recuperar un ideal renacentista, mediante el cual el hombre se conozca a sí mismo para avanzar en el conocimiento, sin dogmatismos. De ahí que el personaje de Phoenix, con un martillo como única compañía, refleje ese sentimiento de culpa y abatimiento frente a la corrupción global que conduce al ahogamiento de cualquier atisbo de virtud. Esto explica la decisión de Ramsey de convertir al estilo en el eje vertebrador de la historia, pues así se produce el necesario extrañamiento que no permite ningún tipo de compasión, solo la opción de alzarse contra lo establecido.
7. Ana, mon amour, Cälin Peter Netzer
Este filme, cuyo montaje fue premiado en el festival de Berlín, sigue la senda de su predecesor, La mirada del hijo (2015), a través de un argumento sencillo: dos jóvenes estudiantes de literatura, Ana (Diana Cavallioti) y Toma (Mircea Postelnicu), se conocen en la carrera, se hacen novios y comienzan a vivir juntos. Surgimiento, auge, meseta y caída, fases del amor que resultan de lo más interesante gracias a la estructuración de la fábula, al intercalar de forma desordenada escenas de hasta cuatro temporalidades para ir configurando un cartografía de la intensa relación. Esta técnica posmoderna, en forma de pastiche, permite que el espectador organice sus propias expectativas, a pesar de que, en apariencia, conozca el único final posible: el albur trágico de la convivencia. La asfixiante atmosfera crece, paradójicamente, mediante la anulación de la cronología, de la progresión en el deterioro del amor, y lo que cobra cada vez más importancia son los entresijos de la personalidad de Ana, descrita por las acciones de Toma, acciones y reflexiones diluidas en el maremágnum temporal. Esto permite a Cälin Peter Netzer describir dos formas de entender una relación de pareja, dos interpretaciones que acaban chocando inexorablemente porque el sacrificio nunca logra ir en consonancia con el crecimiento personal de los dos miembros de la pareja. El estilo directo, limpio y sin ningún tipo de cortapisas, golpea insistentemente al espectador, puesto que la dependencia de ella, aquejada de múltiples ataques de pánico que le impiden salir a la calle, describe un cuadro desolador sobre la transformación del noviazgo en vida marital. A ello hay que sumar la aparición de los factores contextuales que se erigen como mecanismos de control de la vivencia marital, como la religión o el mundo laboral. Sin duda, Ana, mon amour, es una reflexión sobre si los sentimientos del ser humano pueden trascender más que el tiempo. Una película a tener en cuenta, ya solo por la forma de plasmar ese flujo de conciencia disuelto que viene a ser el recuerdo y, en especial, la memoria del amor.
6. Dunkerque, Christopher Nolan
La última película de Christopher Nolan retrata el repliegue de las tropas francesas e inglesas ante el acoso alemán durante los días finales de mayo de 1940 en las playas de Dunquerque. Seguramente, es la película de Nolan más sencilla en su premisa argumental, y eso no supone una losa para el ingenio del británico, todo lo contrario. Dunkerque es su película más nivelada en mucho tiempo (quizás desde El truco final, de 2005, lo que no es poco) y sus cien minutos de duración van al grano: el espectador se ve inmerso en una película de ambiente. No prima el diálogo, ni los personajes, sino el panorama desolador de la derrota, del vacío, del sinsentido. La cámara es mero testigo de todo lo que ocurre y da testimonio de tres tramas que confluyen en el tiempo: la retirada en una semana de las tropas aliadas, las veinticuatro horas que dura el viaje de un barco civil cuya misión es rescatar a sus compatriotas, y el vuelo de sesenta minutos de un piloto de la Royal Air Force que sabe que su tarea es proteger la retirada, lo que es aprovechado en las escenas aéreas para mostrar una libertad que culmina en sufrimiento y angustia, pero que, al fin y al cabo, es libertad. El gran acierto de Nolan es la ausencia del dramatismo por el dramatismo, pues logra configurar una película en todos los sentidos patriótica, aunque sin los tópicos de turno. Quizás este concepto de “lo patriótico”, entendido como “comunidad”, se formule gracias a la dimensión coral de la obra, ya que los personajes únicamente representan ideas abstractas que cualquier individuo puede llegar a sentir. Además, al carecer de cualquier tipo de historia pasada o futura, se construye de forma más sólida un ejercicio de sumersión en el campo de batalla, ya que tales sentimientos tienen como meta la supervivencia de una sociedad, de un concepto de polis. Así, Dunkerque destaca por ser una película sin apenas guion, cuya base es la dirección, el montaje y la omnipresente música de Hans Zimmer, que posibilitan la recreación de una atmósfera de pánico y miedo, antes de resaltar, sin alardes excesivos, los conatos de violencia propios de una guerra. No es la mejor película de Christopher Nolan, pero sí la más compacta y un ejercicio de nivel que da un soplo de aire fresco al desgastado subgénero de la Segunda Guerra Mundial, lo que quizás con el tiempo dé lugar a comparaciones con grandes películas como La infancia de Iván (Andrei Tarkovsky, 1962), Tora! Tora! Tora! (Richard Fleischer, Kinji Fukasaku, Toshio Masuda, 1970), La cruz de hierro (Sam Peckinpah, 1977), Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1998), La delgada línea roja (Terrence Malick, 1998) o Katyn (Andrzej Wajda, 2007). Difícil, pero posible.