Hará unos siete años, en Los Angeles Film Festival, J.J Abrams y Edgar Wright estaban hablando sobre su trayectoria en una especie de coloquio. Abrams quiso que se mostrara un videoclip que Edgar Wright había dirigido en 2003 para la banda Mint Royale. La canción se titulaba “Blue song” y en el vídeo aparecía un Noel Fielding, enfundado en una chupa de cuero con cuello de borrego, al volante de un Ford gris, aparcado frente a un banco. Éste pregunta a sus criminales camaradas cuánto van a tardar en entrar y salir. «Two minutes, forty-four seconds», contesta Michael Smiley desde el asiento trasero del Ford. Fielding pulsa el play de un discman y la música comienza a sonar. Los cacos salen del coche y el conductor brinca, se menea, despista a unos seguratas y hasta limpia la cagarruta de una paloma al ritmo del beat. La alarma del banco interrumpe la canción. Fieldman arranca y acaba la pieza.
Mientras la proyección está teniendo lugar, J.J Abrams se acerca al oído de Edgar Wright. «You know, I think this would make a great movie». «I am way ahead of you! I started writing it already!», le contesta el segundo de vuelta. Esto lo contaba el propio Edgar Wright hace poco en la Entertainment Weekly. Aquella película que había comenzado a escribir era, desde luego, Baby Driver. En la película tenemos a Baby (Ansel Elgort) como protagonista, un chaval experto en darse a la fuga, con tinnitus –una enfermedad que hace oír un zumbido constante a quien la sufre- y una larga ristra de iPods, uno para cada estado de ánimo, con los que mitiga la molestia de los pitidos. Kevin Spacey, Jamie Foxx, Eiza González, Jon Hamm y algunos yankees más le niegan la magnífica atmósfera british, mucho más cercana al imaginario de Wright, que tenía el videoclip de Mint Royale.
Casi todas las escenas de Baby Driver están montadas a base de canciones, entonces, ¿es esta película un musical? No necesariamente. La terna música, humor visual y acción son las herramientas que sustentan el cine de Egar Wright. Quizá, el mejor ejemplo sea la escena de Zombies Party en la que un infectado es apaleado con palos de billar mientras suena “Don`t stop me now” en la gramola del bar. Lo maravilloso de Baby Driver brota del mismo lugar que la escena de Zombies Party. Me explico.
A diferencia de un musical, donde la música irrumpe en la acción y los personajes, arrebatados por un no-se-qué, comienzan a coordinar sus pasos y sus voces al ritmo de una música que rara vez pertenece al universo de la película, en el mundo fílmico de Edgar Wright, todo es orgánico. En Baby Driver, el iPod del protagonista siempre está sonando. Y cuando no lo hace, oímos el zumbido derivado de su tinnitus. Como diría un sabiondo, la música es siempre diegética. Y la acción, se acomoda a través del montaje, a los ritmos de Hocus Pocus, T-Rex o Beck, entre otros. Dicho de otra manera, los tiros, los trompos, los acelerones y los puñetazos se ciñen a los golpes de bombo, a los riffs de guitarra y a los slaps de bajo mediante el corte y la superposición de planos. Y lo cierto es que de ahí deriva el chiste. Resulta gracioso y estimulante comprobar cómo todos los elementos de la película se ponen de acuerdo para crear una coreografía insólita y algo bizarre.