Breves apuntes sobre color y poesía o el desahogo intelectual de un doctorando

Con el color me ocurre como a San Agustín cuando hablaba del tiempo. Si nadie me pregunta qué es, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me pregunta, no lo sé. Ahora bien, si recurro a lo que dice la física podría salir airoso definiéndolo como la percepción e interpretación que nuestro sentido de la vista hace de las distintas longitudes de onda que emiten los objetos. Pero, ¿no estaría haciendo trampa? Poco nos cuenta esto de cómo los colores conforman el mundo y menos aún de su significado y su evidente peso en la pintura, en el cine o en la poesía, donde ya mi ignorancia se dilata y se torna socrática. Si tengo que hablar del color en las artes, solo sé que no sé nada.

Pero, que no cunda el pánico, porque un servidor se encuentra haciendo una tesis doctoral sobre la relación del color y la poesía y, aunque este artículo fracase en su afán de arrojar algo de luz sobre el tema, al lector siempre le quedará el divertimento de pensar en el hastío vital que sufre el que escribe: a pesar de llevar un par de años con el asunto, aún no tengo claro qué función cumple el color en las artes y, cada día que pasa, tengo menos idea de qué hablamos cuando hablamos de color. Por estúpido que parezca, la razón de ser de estas líneas o apuntes es una fe casi mariana en que, mientras reviso mis notas e intento contar algo interesante sobre el color y la poesía, emerja súbitamente de mí la inspiración y llegue a la tesis de lo que algún día será mi tesis doctoral. Procedo.

El color y su naturaleza siempre han traído consigo preguntas incómodas. Ahora sabemos que la luz posee una dualidad onda-corpúsculo pero, en torno al siglo XI, la ontología del color despertaba enfrentamientos entre importantes pensadores de la Iglesia. Suger de Saint-Denis creía que el color era eminentemente etéreo, pura luz, y, por tanto, manifestación divina. De ahí que las cristaleras de Saint-Denis sean un jolgorio de colores y motivos ornamentales. Bernardo de Claraval era, en cambio, todo un cromófobo: pensaba que el color era materia vil y corruptible, algo susceptible de degradación que atentaba contra el vínculo divino entre Dios y el hombre. Las estancias interiores oscuras y poco coloridas de la abadía de Claraval debieron resultar muy provechosas en el siglo XIX, cuando pasaron a utilizarse como celdas carcelarias.

Si su sola definición ya trae repercusiones tan rotundas a la hora de amoldar el color a nuestra realidad, imaginaos su estudio. Nada tiene que ver la manera en la que George la Tour veía los colores a la luz de su lamparilla de aceite en el siglo XVII con la potente uniformidad con la que una bombilla de LED se abalanza sobre los objetos de una habitación al pulsar el interruptor. Tampoco a día de hoy vemos el arte como se ha visto en otras épocas y, de nuevo, la candela ondeante haría ver los claroscuros de la Magdalena Terff de De la Tour de manera muy distinta a como la vemos hoy, bajo la avasalladora luz de la sala del museo. Y esto es solo un ejemplo de la dimensión subjetiva del color.

Magdalena Terff temblor poesia
Tampoco es lo mismo ver el cuadro en la pantalla de tu ordenador o móvil.

De nuevo, un físico estaría de acuerdo con que el color es medible y hasta te demostraría esta afirmación calculando la longitud de onda de un objeto iluminado, pero nuestro sentido de la vista no funciona como un aparato de laboratorio. Hay variabilidad y fallos en la percepción e interpretación del color. El daltonismo o la discromatopsia (incapacidad de distinguir colores), trastornos que afectan a los conos y a los bastones de los ojos, los órganos encargados de percibir el color, son ejemplo de ello. El físico tiene razón cuando dice poder medir el color, pero el color solo cobra entidad para nosotros una vez golpea el ojo y es procesado por el cerebro, con todas las traducciones y asimilaciones de la longitud de onda que eso supone.  Decía Goethe que un color que nadie mira no existe y, si lo que se quiere es estudiar el color el arte y en la poesía, hay que darle la razón. Nos interesa el color en tanto en cuanto es realidad procesada y significada, categoría intelectual y, por supuesto, símbolo. O eso dice Michael Pastoreau, autor conocido por sus historias de los colores.

Y es en este punto, en el que ya he asumido que todo lo que podemos hacer es estudiar la construcción intelectual que el autor hace del color, cuando le interrogo al poema sobre su significado. Porque hay siempre que preguntar a las cosas sobre su significado. Ya lo decía Ismael en Moby Dick: «En todas las cosas se alberga algún significado cierto, o de otro modo, todas las cosas valen muy poco, y el mismo mundo redondo no es más que un signo vacío». Y al preguntar me doy cuenta de que la poesía comparte con la mística la voluntad de acercarnos una realidad trascendental que rebasa lo racional y, por consiguiente, lo lingüístico. Y que, ante la insuficiencia del lenguaje, el poeta combate con las palabras, siendo consciente de que necesita estrujarlas y aprovecharlas en todos sus niveles. De ahí la importancia del simbolismo en la poesía. Las palabras son las mismas que en el habla común, pero son utilizadas de tal manera que evocan y rebosan significados nuevos. Así, cuando coinciden símbolo y color en el poema o, mejor dicho, cuando el color adopta una función simbólica dentro del poema, las posibilidades expresivas se disparan. Jung, que de simbolismo sabía algo, apuntó lo siguiente: «Los colores expresan las principales funciones psíquicas del hombre: pensamiento, sentimiento, intuición, sensación».

Pongamos como ejemplo el poema “Rojo y rojo” de José Jiménez Lozano, publicado en Los retales del tiempo (La Veleta, 2015):

La candela y la hoguera
enrojecen los rostros de los hombres,
y éstos retornan a su color primero:
el de la Adán-arcilla roja.
La Historia es mortal y pálida,
o de un rojo de sangre fabricado.
Se distinguen.

Aquí el rojo se expresa como símbolo, ese talismán polisémico. Rojo es el fuego que alumbra el mundo y que enrojece los rostros humanos del mismo modo que roja es la arcilla con la que Dios creó al hombre. Es un rojo primigenio, original y religioso que acompaña al hombre desde que emergió del barro. Un rojo que está vinculado al origen de la vida y a su avance en el tiempo. En el poema, este primer rojo es recordatorio del don creador de Dios y de la naturaleza del hombre como criatura creada. Pero a ese rojo se le opone otro, el de la Historia. Es un rojo distinto, no tan vivo, no vibrante. Es el rojo de la sangre derramada a lo largo de la Historia, un color artificial, «fabricado» o, por lo menos, ideado por el hombre. Pigmento barato, burda imitación del primero. «Se distinguen», dice el poeta. Efectivamente, son rojos diferentes pero, es curioso, aun sin ver el color ni apreciar su matiz o su tono, hasta puede entenderse que bajo el juego de los rojos subyace un discurso o, por lo menos, una disquisición: el juego prometeico del hombre; esa voluntad de endiosamiento, de matar a dios para sustituirlo luego por el yo; ese esbozar la Historia falsificando el rojo de la tierra del Edén.  

Esto es solo un diminuto ejemplo. El color no puede verse en el poema o, por lo menos, no con los ojos. El lenguaje del poema no es eminentemente el de las formas y los colores como lo es en el pictórico, de manera que cuando aparecen lo hacen de manera significativa: en forma de símbolo, de sinestesia o para subrayar una cualidad del mundo como el que subraya de entre las páginas de un libro unas líneas que le han fascinado. El color es una herramienta poderosísima en manos del poeta. Qué menos que prestarle atención.

No se puede decir que haya avanzado mucho con mi trabajo doctoral pero, en cualquier caso, os animo a que busquéis el color en el poema y, de paso, que, si llegáis a alguna conclusión, me pongáis un DM en Twitter. Mi tesis doctoral os lo agradecerá.

Raúl E. Asencio Navarro

Estudié Periodismo en la UCM y, algún tiempo después, un Máster en Literatura Española.

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