Tal vez sea interesante abordar una de las cuestiones esenciales que se nos suscita ante cualquier tipo de texto poético: la poesía nos sitúa en un espacio que escapa de la linealidad, ya que representa la más fidedigna demostración de que el ser humano está atravesado por sus palabras. En clave benjaminiana, resulta pertinente mencionar a uno de los personajes de La caída (1956), quien venía a decir que cada vez tenía que hacer promesas más explícitas al exigir a su corazón un sentimiento progresivamente más intenso. Albert Camus, autor de la novela, ponía esas palabras en la boca de alguien que necesitaba amar y que examinaba las supuestas bondades del paraíso. Una de las réplicas que se le podrían haber dado es que los grandes sentimientos perviven en la poesía, rememoración de un ‘edén’ que no siempre aparece en nuestra realidad, desgraciadamente, de tonos más grises.
Las palabras nos configuran como individuos, como sociedad y como memoria futura. De ahí su importancia, pues su precisión poética prepara la huella que hace perdurar en nosotros cualquier tipo de experiencia, sea esta un café con un amigo, un acalorado debate político o la lectura de un poemario de un autor de destacado lirismo. Su precisión poética trasciende la linealidad, porque las palabras nos determinan; quizás esto se deba a esa huella que se ha mencionado, que no deja de ser sino un puente entre dos tiempos: el de la realización de esa palabra y el de su captación. Una huella que muestra la vulnerabilidad que persiste en nosotros tocada por la gracia; ese puente tan exiguo tiene como base la palabra, que es lo que permite que cualquier experiencia perdure. Por ello, cuando en nuestra realidad de ceniciento color, domina una poesía carente de música, carente de imágenes y huérfana de vitalismo, surge el temor de que la palabra, que siempre fue poética, haya dejado de serlo. Y de que aquel lugar celestial se haya convertido en la tumba de los símbolos.
Sin embargo, este no es un escrito de tono funesto, todo lo contrario. Mientras sigan existiendo poetas que no busquen prostituir el sentido de la palabra y que posibiliten un milagro sin haberlo pretendido, números como este ‘cinco’ de TEMBLOR tendrán sentido. Porque lo que habrá movido a estos poetas será el asombro y la expectación, la observación de un hecho, de un destello, que sea memorable. Así que podemos respirar tranquilos, pues siempre habrá algo que decir y siempre habrá quien tenga la facultad de poner música a lo bueno o a lo malo, sea mediante el ritmo o mediante la imaginación. Siempre habrá quien escriba de forma sencilla, de forma simbólica y, en definitiva, de buena forma.
En la película de Léos Carax, Holy motors (2012), un personaje pregunta al polifacético Denis Lavant el porqué de sus acciones. Él, sencillamente, contesta: “Pour la beauté du geste”. Esta frase, sin adornos, explica al espectador la esencia de un ejercicio que no interesa en absoluto justificar, y que exige a aquel que lo observa que agudice sus sentidos en la búsqueda de significados. Este reto, que sería estéril si el artefacto artístico no tuviese ningún tipo de mensaje, triunfa porque dice algo: era memorable. Y, precisamente, en el filme este objetivo enlaza muy bien con el viaje en limusina, en medio de una realidad decrépita, del protagonista, travestido en multitud de identidades para salvar su esencia y su destello de la soledad a la que parece condenado. Su provocación es parecida a la del poeta, que, al fin y al cabo, escribe ciego, sin saber con exactitud por qué lo hace, ni quién le va a leer. Reflexionaba Blas de Otero en Ángel fieramente humano (1950): “Llambria y cantil de soledad. Quebranto / del ansia, ciega luz. Quiero tenerte, / y no sé dónde estás. Por eso canto”. De eso va, con poéticas dispares, este quinto ejemplar. Las palabras nos atraviesan y no sabemos por qué. Tal vez sea por la belleza del gesto.
El equipo de TEMBLOR
Editorial publicado en el quinto número de TEMBLOR