Bien, ya tenemos, según se nos dice, la gran película sobre la corrupción española: El reino, de Rodrigo Sorogoyen, producida por Atresmedia y abundosamente laureada en los recientes premios Goya. El reino se estrenó en septiembre y pretendía ser, según la generosa promoción que se le dedicó en los medios de su grupo, un thriller con un inequívoco contenido de denuncia política. Las expectativas eran comprensiblemente altas, porque el guion había contado con el asesoramiento de David Marjaliza y porque, se quiera o no, impresionaba ver la gesticulante publicidad de Ferreras en su programa. En todo caso, quedaba claro que El reino había que juzgarla dos veces, y casi de manera independiente: como película y como denuncia.
Como película es muy buena y queda, desde ahora mismo, recomendada; todos sus premios son merecidos. Efectivamente, es un thriller inteligente y de muy buen ritmo que muestra de forma muy verosímil lo que debe ser el funcionamiento interno de un partido político (o, más exactamente, del Partido Popular, porque aunque en ningún momento se diga, esta es una película sobre la Gürtel de Valencia): favores, deudas, rencores, odios, traiciones… y corrupción desenfrenada con alegre compadreo entre políticos del más alto nivel y empresarios de la construcción. Este es el marco del argumento principal: la caída en desgracia de Manuel López Vidal, vicesecretario del “Partido” (Popular, como queda dicho) en la “Comunidad” (Valenciana, no hará falta insistir más en ello), y sus desesperados intentos por salvar su carrera política o hundir con él, si se tercia, a los compañeros que no hacen nada por evitar su ruina. La trama política es ágil y realista, quizás con la excepción de diez minutos de acción completamente innecesarios hacia el final; y hay secuencias logradísimas que no pueden dejar de impresionar a cualquier español que haya escuchado alguna de las abundantes grabaciones que se han conocido de las tramas de corrupción: la fiesta en el yate, la comida que abre la película o la conversación en el balcón entre López Vidal y un empresario gallego no tienen nada que envidiar a los mejores momentos de la corrupción española, más que el hecho de que estos ocurrieron realmente y aquellas son ficticias.
Es muy interesante también el estudio psicológico del protagonista, su progresiva caída de la soberbia a la rabia, a la inseguridad, a la soledad; su ambigua comprensión del daño que ha causado, su ¿arrepentimiento? y su aún más ambiguo propósito de enmienda: su humanidad, en definitiva. Se agradece la gama de matices y la huida del maniqueísmo en el retrato del delincuente. Antonio de la Torre, en mi opinión uno de los mejores actores españoles, pone en pie al personaje y, de nuevo, parece capaz de sostener él solo las dos horas de película. No lo necesita, sin embargo, porque el resto del reparto es de muy alto nivel. De David Lorente, cualquiera que le hubiese visto actuar durante años en la Compañía Nacional de Teatro Clásico sabía ya qué clase de actor es, y aquí lo demuestra con creces. Algo muy parecido se puede decir de Bárbara Lennie, que interpreta a un personaje extraordinariamente parecido a Ana Pastor, aunque es mucho más interesante que la Ana Pastor que vemos en la televisión y por supuesto no se llama así. Hay que destacar por último a Luis Zaheras, a quien no conocía y que hace una interpretación excelente de un empresario corrupto, que le valió el Goya al mejor actor de reparto.

No son pocas virtudes, pero terminan aquí, porque como denuncia… Conviene hacer antes una advertencia: a partir de aquí se dan detalles del argumento de la película que pueden desactivar la intriga si usted aún no la ha visto; queda avisado. Como denuncia, decíamos, la cosa no va más allá. El enfoque es estrechísimo y casi podríamos decir en argot que esta es una película de manzanas podridas. Impresiona todo lo que no aparece en la película. No aparece, sin ir más lejos, el presidente del partido, ni siquiera mediante la fórmula N. Apellido. Sí aparece la secretaria general, pero no se reúne, por poner un ejemplo, con ningún comisario corrupto que actúe para proteger la estabilidad del Estado. De hecho, ni siquiera aparece un comisario corrupto de esas características, ni un comisario corrupto a secas. Por tanto, tampoco aparece ningún periodista que publique las noticias, reales o inventadas, que le filtre dicho comisario. No aparece tampoco otra clase de periodista, la del director de un diario de tirada nacional que consigue una importante fuente de ingresos mediante publicidad institucional en cantidad superior al resto de medios. Habrá que agradecer que haya una levísima mención a los dueños de esos medios hecha a la velocidad de la luz. No hay tampoco una pareja de guardias civiles de nombre inverosímil que actúen a sueldo del vicesecretario autonómico, ni unos jueces elegidos por el partido que terminen juzgando a sus imputados, ni algo parecido a “la Fiscalía te lo afina”. Tampoco hay Fiscalía, ni jueces, ni guardias civiles honrados que sufran algún tipo de presión por investigar al “Partido”. En realidad, solo hay unos cuantos corruptos que delinquen en comandita.
Sí hay, en cambio, una escena final inenarrable, aunque brillante desde el punto de vista cinematográfico. Después de unas peripecias que no son precisamente lo mejor de la película, López Vidal consigue lo que podríamos llamar la versión íntegra de los papeles de Bárcenas y los lleva al programa de la periodista que no se llama Ana Pastor, que no se llama El Objetivo, pero es El Objetivo. La periodista anuncia que van a enseñar las libretas que aporta su invitado, pero antes le hace algunas preguntas muy pertinentes. Por qué las lleva a la televisión y no a la justicia, por ejemplo, a lo que él responde que claro que las llevará a la justicia, pero que antes (única insinuación de que haya algo poco claro en la judicatura) deben conocerlas todos los españoles. Pausa para la publicidad y preguntas cada vez más mordaces sobre la responsabilidad individual de Manuel López Vidal, que se va molestando porque parece que las libretas no se vayan a enseñar nunca hasta que lanza un ultimátum: o se enseñan a cámara ahora mismo o se va del plató y se las lleva consigo. Entonces llega el momento culminante de la película, un verdadero alegato de la periodista que no se llama Ana Pastor, que insiste en la responsabilidad del entrevistado, y en un gaseoso crescendo termina lanzándole a la cara las preguntas inevitables: ¿se da cuenta usted del daño que ha hecho a la sociedad?, ¿cómo osó?; y la gran pregunta: ¿se arrepiente usted de lo que hizo? Plano de la cara de López Vidal, apabullado por la filípica, y fundido a negro: fin.
Y ya está. Como me decía una amiga, por fin alguien le ha dicho a un corrupto lo que todos le diríamos si tuviéramos la oportunidad, y además en horario de máxima audiencia. Ya podemos volver tranquilos a casa complacidos de nuestra superioridad moral con respecto a esos chorizos, ya se han puesto las cosas en su sitio. Una verdadera catarsis. Solo un inconveniente: con este ardoroso final, quizás se nos haya olvidado todo lo que no aparecía en la película, pero en fin, no le íbamos a pedir más a Atresmedia. Eso había que pedírselo más bien a Alberto San Juan y el Teatro del Barrio. Por fortuna, su trabajo se llevó al cine en la que todavía es la mejor película sobre la corrupción española: B, una sobria dramatización de algunos fragmentos de las transcripciones del interrogatorio del juez Ruz a Bárcenas, menos dramática pero mucho más seria. Vean también esa.