Llegó la caravana del Tour a la ciudad del río Tarn, Albi, conocida por ser el epicentro del fenómeno de los cátaros, movimiento herético en pugna con el catolicismo medieval. Hoy mi compañero Luis Fernández Mosquera y yo, mientras paseábamos por el aire travestido de Albi, pues de devotos la ciudad pasó a ser cuna del artista Toulose-Lautrec, nos encontramos de refilón a la esperanza patria en este Tour de las cosas que son y no fueron: Mikel Landa persiste en poner la cara del héroe trágico, aquella que le persigue no solo desde el Giro pasado, sino desde 2015, cuando perdonó la vida a un Contador nazareno por Finestre. Alicaído esta él. Alicaídos estamos nosotros.
Quizás tenga algo que ver la catedral de Santa Cecilia, mitad castillo mitad iglesia, que destaca por su prominencia gótica por encima de las pequeñas casitas occitanas, rojas brillantes merced al ladrillo sacado del Tarn. Las campanas resuenan justo cuando contemplamos sus pinturas murales, centradas en mostrar el juicio final. Resulta paradójico pensar en que “cátaro” viene del griego καθαρός (katharós): ‘puro’; y, sin embargo, su doctrina se aleja de la mostrada en las paredes de la iglesia. Es en este punto, al salir del templo por la puerta del campanario, imponente torreón construido de forma escalonada, cuando Luis me pregunta: ¿una nueva esperanza?
La pregunta, más que una interrogación retórica y sin rumbo, era todo un anhelo por alcanzar algún tipo de conocimiento y certeza. No sé si mi compañero me preguntaba por la gnosis, por el propio saber interno, o por un acto de fe. Al alcanzar los primeros comercios, perdemos a lo lejos el antiguo palacio episcopal, cuna de grandes luchas, y reconvertido, como todo lo que no fue y es, en el museo de Toulouse-Lautrec. Sentimos la presencia de Geraint Thomas, pero vestido de paisano, sin los colores del Ineos, doctrina oficial del ciclismo moderno. El galés entra y sale de un establecimiento en un santiamén, con cara de satisfacción, de gato con pretensiones.
Allí volvemos a aquello de la gnosis, que no parece casualidad que estemos en Albi, ciudad aparentemente insignificante pero donde siempre ocurre algo. Que los cátaros pensaban que la realidad era resultado del choque de dos mundos, uno material y otro espiritual, y que, naturalmente, el primero había sido creado por Satán y el segundo por Dios. “La wikipedia es una fuente genial”, me suelta mi compañero, pero en ese instante aparece por la ribera del Tarn, cerca del puente viejo que tanto hizo por esta ciudad contradictoriamente cristiana, Julian Alaphilippe, el maillot amarillo. Luis me repite la misma pregunta: ¿una nueva esperanza?
Y es que este francés gesticulante es el no tan sorprendente líder de la Grande Boucle. El líder que ha manejado con mano de hierro el devenir ciclista de los últimos meses y que, llegado julio, ha sido el genio de las primeras etapas: se aupó al maillot jeune en dos ocasiones y posibilitó un ataque a dúo con Thibaut Pinot, el favorito más en forma; el líder también fue la fuente originaria del abanico que camino de Albi travistió la clasificación general, aunque para ello hundiese a Pinot, su compañero de fatigas, para alzar al galés del equipo irreductible hasta una posición de privilegio y dominio, más material que espiritual. Todo esto ha hecho Alaphilippe en una primera semana muy atractiva del Tour, en la que ha habido tiempo para todo tipo de pruebas: etapas llanas con múltiples vencedores; una contrarreloj por equipos en la que Ineos se vio batido por los místicos holandeses del Jumbo Visma; una etapa de montaña que dio para lo poco que dio; y etapas quebradas en las que los aventureros pudieron hacer su apuesta, mientras el pelotón debatía, como si de una consulta ciudadana de Podemos se tratase, si hacía una cosa o la contraria.
No obstante, si no hubiera sido por los vientos de Albi, esta crónica hubiera sido otra, porque el personaje que parecía mejor pertrechado para la lucha por el Tour era el galdosiano Pinot. Pero Eolo se encargó de facilitar el trabajo a Thomas y Bernal, que no son hermanos, aunque siempre vayan juntos, desbaratando parte de las opciones del entonces cesante Thibaut, así como las del presumible sucesor de Bjarne Riis, Fulgsang, y otros habituales reguleros como Urán y Porte. No cabe añadir a este listado de víctimas de los cátaros a Mikel Landa. Su peripecia es otro tema. Al poco, apreciamos que sigue alicaído cuando pasa por el Castelnau, barrio de calles enhebradas y chiquititas, de tinte cardenalicio Ineos, y perfecto para rumiar las desgracias en soledad. La melancolía de Landa es la alegría de su compañero Nairo Quintana, quien se pone a tirar del pelotón sin sacar a colación el temple de su codo. No parece sacado de una novela de García Márquez, sino de una de Cela: Quintana huele la sangre al ver a lo lejos los ladrillos de la catedral, y, así, tras la caída, lleva al suplicio espiritual al hombre alicaído. Un hombre que no es Geraint Thomas, que el día en el que Alaphilippe cabalgó con Pinot, el cesante, en la mejor escuela épica de Roldán, convirtió una caída catastrófica en un anestésico que afectó a ese pelotón que no terminaba de saber qué hacer. Un ejemplo de cómo un corte no fue lo que es, lo que viene siendo este Tour, mientras que otro fue lo que no debería haber sido.
Thomas parece escabullirse hábilmente como un gato, y tal vez eso le emparente con Albi: “cátaro” viene del latín cattus: ‘gato’; alguien malicioso no se olvidará de que se solía identificar a los felinos con una de las representaciones de Mefistófeles. La posibilidad de evitar lo inevitable surge de hechos extraordinarios, de hechos pertenecientes al espectro de lo fantástico. Y, sin embargo, en la mejor tradición de los episcopales situados en Albi, en esta división del ciclismo en un mundo espiritual y otro material, no termina de surgir la nueva esperanza.
Cerca de un claustro de entre el siglo X y el XIII, a poca distancia de la catedral, por lo que me comenta Luis, está la colegiata de Saint-Salvi, en la que se encuentra la tumba del primer obispo de la ciudad. Al entrar, la mezcla de estilos, románico y gótico, nos produjo una sensación extraña, porque entre todo el ímpetu de los tonos rojizos, surgen piedras blancas que semejan una especie de lugar en el que clavar una espada. Un hombre con hechuras de galán estaba ahí sentado, como rezando por sacar a Excálibur. Nos acercamos y es Kruijswijk, escalador puro, uno de los pocos favoritos supervivientes, que pudiera haber venido al saber que la tumba de Saint- Salvi está situada en el montículo más alto de Albi, según nos confesó un ciclista que chapurreaba algunas palabras de español.
Después de comer, en las calles cercanas a este núcleo eclesiástico, nos topamos con una librería, en la que me fijo en una vieja edición de las aventuras de John Carter de Marte, clásico libro de aventuras escrito por Edgar Rice Burroughs, y me acuerdo del entusiasmo del poeta panameño Artemio Gonçalves por los libritos, comenzando por Una princesa de Marte, y acabando por la película de la Disney, que, para su sorpresa, supuso uno de los mayores fracasos comerciales de la compañía. Pero, sobre todo, me acuerdo del discurso de Gonçalves, para quien Carter simbolizaba el paso a una realidad mucho más optimista. Era John Carter un regreso a los héroes clásicos, un caso de renovación fantástica y en clave de ciencia ficción a las viejas historias. Era John Carter un hombre natural de Virginia, que tuvo que luchar en la Guerra de Secesión Norteamericana y que, en su obsesión por alcanzar una mina de oro, acaba cayendo en una cueva en la que descubre la forma de transportarse hasta Marte. Era John Carter la representación de la aventura, de las luchas nobles frente a los vicios de los naturales de Barsoom, que así es como llaman a Marte las distintas especies que habitan el planeta… precisamente, los marcianos.
La edición que estaba ojeando mostraba una portada sugerente, en la que un hombre a medio camino entre un gladiador y un truhan espadachín domina la imagen, mientras que detrás de él, con serenidad y seriedad, aparece la figura de la princesa Dejah Thoris de Helium, de piel tostada y cubierta por una toga de color rojo eléctrico. El resto de la cubierta presentaba una coloración amarilla, más intensa en el espacio superior, al ser coronados los protagonistas por el sol. Después de dejar el librito en su sitio, me fijé en que una figura amarilla se acercaba con su bicicleta bajando la calle. Como no, Alaphilippe.
Quizás, en la tierra de los albigenses, que no se sabe muy bien si no fueron lo que son, o todo lo contrario, la realidad polarizada entre un mundo material y otro espiritual que habita en el ciclismo parece exigir la presencia de un John Carter. Miré a Luis y le dije “¿por qué no?”. Él, con displicencia, encogió los hombros. ¿Por qué no puede ser Alaphilippe la nueva esperanza? ¿Por qué no puede ser el John Carter de Albi que necesita el Tour de Francia?
Y, en ese preciso momento, cuando volvíamos a encontrarnos con la magnificencia de Santa Cecilia, brota la figura de Mikel Landa, quien nos grita “necesito mi luto”. Entonces, inevitablemente, se deshace la idea anterior, porque eran otros los destinados a viajar, con escaladora y católica convicción, a Marte, al Tourmalet, a Val Thorens. Alicaído está él. Alicaídos estamos nosotros.
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