Desocupado y veraniego lector, tengo dos noticias que darte. La mala es que también este año se corre el Tour de Francia. La buena es que TEMBLOR Poesía, firme en su compromiso con el deporte de mayor altura épica y con el periodismo de calidad, vuelve a ofrecerte en este especial una modesta guía literaria con la que desentrañar las claves estéticas de esta desconcertante ficción que es el ciclismo profesional. Es más, considerando que ninguna crónica de una representación puede ser fiel y precisa sin asistir al espectáculo en directo, la dirección de TEMBLOR ha designado dos enviados especiales que seguirán durante las próximas tres semanas la caravana de la Grande Boucle para poderte ofrecer de primera mano la más exacta y reciente información. Mi compañero Julio Salvador y yo mismo, pertrechados con el libro de ruta de la carrera y la Poética de Aristóteles, te saludamos desde Bruselas, capital belga y sede del grand départ (en el Tour todo es grande, cuando no enorme) de este Tour 2019.
Saludos, pues, desde la gris Bruselas, corazón plomizo y artificial de la Unión Europea, cuyo abúlico aspecto simboliza sin duda la amenaza de la enésima repetición de la misma carrera, controlada con mano férrea por el equipo Sky, ahora Ineos, sentenciada en la primera etapa de montaña y concluida en París con dos de sus corredores en el podio final. Y, sin embargo, se respira en el pelotón un ambiente distinto al de otros años, como si algo hubiese cambiado definitivamente. No nos atrevemos nosotros a asegurar tanto en esta simple contraportada de la obra sin leer al menos los primeros capítulos, pero sí es cierto que parece intuirse un cambio de género, una nueva estructura narrativa.
Este cambio, en realidad, fue cosa de un instante. El pasado mes de junio, reconociendo la contrarreloj de la Dauphiné Libéré, clásica carrera preparatoria para el Tour, se descalabró de la manera más absurda Chris Froome, el indiscutido dominador de la última década, que abandonó su habitual papel de superhéroe para emular a Calisto causando la sorpresa de todos. Froome ha muerto (deportivamente, que nadie se asuste) tan abrupta y tontamente como el protagonista de La Celestina: bajando un puerto a 60 kilómetros por hora, quitó una mano del manillar para sonarse los mocos, perdió el control de la bicicleta, se estrelló contra un muro y se rompió el fémur, el codo, varias costillas, una vértebra y el esternón, además de perder dos litros de sangre. Así pues, a sus treinta y cuatro años, no deberíamos volver a hablar de él ya nunca más, pero es difícil asegurar nada al referirse a un hombre de trayectoria tan extraña. Todavía está a tiempo de superar una malaria y volver el año que viene como máximo favorito. De momento, como el Cid, ha ganado su última batalla después de muerto, pero conviene aplazar el desarrollo de este episodio hasta mejor ocasión.

Es de notar, en todo caso, la audacia argumental, el inesperado cambio de género que esto parece sugerir. Del machacón y repetitivo cómic de superhéroes en que, con variaciones mínimas y en última instancia ociosas, siempre ganan los mutantes por aplastamiento, se abren ahora nuevas posibilidades narrativas que hasta hace poco cualquiera hubiera dado por imposibles y que, de desarrollarse, nos situarían sin duda alguna en el terreno de la literatura fantástica. Que este cambio fundamental sea el resultado de un episodio que insiste a su vez en la caótica banalidad del ciclismo, de la vida humana y de la existencia en general asegura magistralmente la coherencia interna del relato y es, a qué negarlo, una genialidad literaria.
El paisaje que se presenta antes de la batalla es, en efecto, familiar a todos y muy característico de las sagas de fantasía. De una parte, las fuerzas del mal, numerosas y omnímodas, que se recuperan de la derrota de su líder, El Que No Debe Ser Nombrado: el equipo Ineos, antiguo Sky, que no por casualidad viste de rojo y negro, los colores de Mordor, la escuadra que quiere arrasar la Tierra Media hasta convertirla en cenizas, es decir, aplanar al ritmo insufrible de su tren las montañas de Francia y teñir el verde de los Alpes del color de su maillot. Del otro lado, un héroe inesperado y modesto que sorprende a propios y extraños embarcándose en la singular empresa de hacer frente en solitario a las huestes del Imperio Galáctico: un Luke Skywalker, un Frodo Bolsón, un Harry Potter que no es plenamente consciente de sus capacidades casi hasta que destruye la Estrella de la Muerte.
Esta es la primera duda que nos plantea en la víspera de la salida en Bruselas el Tour de Francia 2019: ¿quién es ese héroe inesperado? Bueno, la respuesta evidente es que hay que esperar aún para resolver esa duda. La identidad del héroe no puede desvelársenos todavía, en parte por necesidades estructurales (hay que graduar la tensión, dosificar la información a lo largo de la historia) y en parte porque el héroe, antes de serlo, tiene que cumplir toda una serie de requisitos, el primero de ellos ganarse el derecho a desempeñar ese papel, sea con alguna aventura iniciática o simplemente extrayendo Excálibur de la roca. Aun así, aunque sea inútil y no sirva más que para demostrar nuestro conocimiento del ciclismo actual, hagamos un somero repaso de los principales candidatos a romper el yugo imperial y hacerse con el amarillo en París.

En los corrillos de periodistas, especialmente galos, se repiten estos días sobre todo los nombres de Romain Bardet y Thibaut Pinot, las dos esperanzas francesas con nombre de caballeros andantes de la época artúrica muy apropiado para la causa; dos finos escaladores con graves problemas en la contrarreloj que como Astérix resisten hoy y siempre al invasor… pero nunca le derrotan. El simple hecho de que alguien confíe en ellos, sin embargo, les inhabilita inmediatamente. Además, esta trama también la conocemos y ya sabemos el final: el joven héroe francés sucumbe a la desmesurada presión de sus compatriotas y termina la carrera con más miedo que vergüenza. Los más cualificados, en realidad, parecen dos viejos rockeros, Vincenzo Nibali y Jakob Fuglsang. Solo que aparezcan como sintagmas coordinados en la misma oración ya es sorprendente, porque sus trayectorias no pueden ser más dispares. Nibali es uno de los mejores corredores de la historia y ya ha ganado el Tour, pero viene de correr el Giro, donde fue segundo por una mala visión de carrera y dice que se centrará en la clasificación de la montaña. Es complicado saber si dice la verdad porque, aunque resulta difícil imaginarle ganando otra vez, puede ser su última oportunidad, y es razonablemente buena. Fuglsang, en cambio, ha sido siempre un corredor de segunda fila, pero este año pocos han tenido mejores resultados que él, que ha ganado con autoridad la Lieja-Bastoña-Lieja y la reciente Dauphiné. Por edad, tanto él como Nibali parecen más apropiados para ser guías o tutores del verdadero héroe, una especie de Merlín u Obi-Wan Kenobi, pero no hay que descartar que se apoderen de Excálibur y empiecen ellos mismos a cortar cabezas. En cierto sentido, sería una renovación de lo más refrescante en la línea argumental.
En un segundo nivel, podemos citar al holandés Kruijswijk, el colombiano Urán, que ya fue segundo hace dos años sin hacer ningún ruido, el irlandés Dan Martin, que con seguridad ocupará algún lugar entre el sexto y el décimo, y Richie Porte, que ofrece una única duda: en qué etapa abandonará la carrera por caída. Por último, pero de enorme interés literario, está el ciclismo patrio, abanderado por el equipo Movistar, que vuelve a alinear a su tridente mágico, formado por Nairo Quintana, el eterno aspirante, Mikel Landa y Alejandro Valverde, que el año pasado coronó su carrera ganando el Mundial a la tierna edad de treinta y ocho años. Todos tememos que su convivencia acabe recordando a la de Mortadelo y Filemón, con algún Pepe Gotera de añadidura (la carrera repartirá los papeles de la mejor manera, a buen seguro), pero en Bruselas esta es la alineación de mayor altura literaria.
Quintana sigue, como el abuelo de García Márquez, esperando que el maillot de campeón del Tour de Francia le llegue por correo; su destino es esperar, ya que desde 2015 no ha hecho nada por ganar la carrera. Landa revive año tras año el mito de Sísifo: después de asegurar que es el líder del equipo y aspirar a ganar todas las carreras en que participa, por una cosa o por otra, termina siempre de gregario de lujo; ya le ha pasado este año en el Giro y ahora vuelve a empujar la roca desde la base de la montaña; su final es previsible y el año que viene cambiará de equipo con similar resultado. Admira la romántica fuerza del sino en el Movistar, con Valverde como fascinante contrapunto paródico. Su destino era ganar y siempre lo hace, de una u otra manera. Volvió de una sanción por dopaje más fuerte que nunca, subió al podio del Tour en 2015 cuando ya nadie lo esperaba y el año pasado, después de una temporada no demasiado buena, redimió toda una carrera de sinsabores en la selección con la victoria (¡por fin!) en el Mundial. Pero como en esta divertidísima pieza en que Dudley Moore parodia una sonata de Beethoven amagando con cerrarla una y otra vez para siempre continuar en un crescendo delirante, Valverde vuelve al Tour habiendo renovado su contrato para los próximos dos años. Él mismo dice que va de apoyo de sus dos líderes, pero está más delgado que nunca y, quién sabe, es Valverde. A estas alturas, ganar el Tour y seguir corriendo dos temporadas sería digno de los mejores relatos de Jardiel y entraría de lleno en el disparatado humor surrealista. No parece probable y ni siquiera posible, pero quizás, en el sorprendente mundo del ciclismo, esa sea su mejor baza.
Ahora bien, todo lo anterior son solo ensoñaciones literarias. Los héroes inesperados solo triunfan en la ficción y en la vida suele imponerse el poder, bien en forma de imperio mediático o de gigante petroquímico. Si ustedes son realistas, esperen la victoria del Ineos, sea otra vez de Thomas o de Bernal, el joven tirano en ciernes. Si por el contrario creen como nosotros que el ciclismo es una forma más de la ficción, entonces, quién sabe, quizás haya una nueva esperanza.
Pero a qué tamaña fantasía, la serpiente multicolor traducida este escuetísimo y elegantísimo blanco y negro <3