El Tour como ficción 2019 (y IV). ¿Ineos: ‘Endgame’? u «Hojas de l’Iseran con la Galerna»

Llega con algo de retraso la última entrada sobre el Tour 2019, una Grande Boucle con desenlace anticlimático y poco sorprendente, si nos atenemos a las predicciones que los dos corresponsales de TEMBLOR hicimos a su comienzo. El retraso de cinco días es justificado, porque, aunque mi compañero Luis me apremiase para sacar en la web este capítulo final, preferí dejar en barbecho los sobresaltos e impresiones sobre una serie de catastróficas desdichas pasadas en l’Iseran por agua, mucha agua, que no lo fueron tanto para el talentoso Egan Bernal, el nuevo Jan Ullrich o Laurent Fignon que nos ha deparado el Tour, maillot amarillo para mayor gloria del equipo Ineos. Ya en España, después de dejar París, majestuosa con la visión de los Campos Elíseos, comencé a ultimar este texto sin querer caer en crasitudes estereotipadas. Mejor que pasasen más días, para comprobar la impresión que el Tour había causado en opiniones más experimentadas y perspicaces.

No obstante, aunque en la capital gala no saliesen más que esbozos, su papel en la interpretación de este Tour ha sido crucial. París es una ciudad que invita a la contemplación y a la calma. Parece mentira con la presencia continua de agentes del orden, turistas y vendedores en la multitud de sitios por visitar, maremágnum que aturde al visitante, al que le hace volverse sobre su espalda, pues los sonidos parisienses, bien sean en la Basílica del Sacre Couer de Montmartre, la Ópera Nacional o el Pont Neuf, aluden a la locura de los rumores anónimos, ignotas presencias que llegan a mostrar tanto la belleza ausente de los transeúntes como el dominio del comercio sórdido, que diría Clarín. Y, sin embargo, es en la cima de las montañas de la que muchos conocen como Lutecia -por Astérix- donde uno puede pensar en aquellas cosas que le han acompañado en su periplo francés. Santa Genoveva, en el Barrio Latino, mece la corriente del Bièvre antes de entregárselo al Sena; fue el origen de la ciudad: el punto más alto sirvió a los romanos para iniciar la expansión de una nueva urbe, aunque es cierto que el honor, según me comentó Luis al ojear un folleto, se lo disputa con la colina de Montmartre. Sea como sea, el arranque de estas reflexiones ciclistas se inició en la Iglesia de Saint-Étienne-du-Mont, una construcción llena de personalidad, de estilo entre gótico y renacentista con reminiscencias flamígeras, coronada a su izquierda por su campanario, lo que le confiere una imagen altanera a la par que elegante. Allá, en el presbiterio se encuentra la tumba de Jean Racine, y cerca del Panteón, cuyo recuerdo evoca no solo el lugar de descanso de tantos grandes nombres, sino también una filosofía nacional, pienso en el ingreso de Bernal en el olimpo amarillo. Allá, en la cima más alta de París, me doy cuenta de una afición compartida por el colombiano y el Magistral de La Regenta: ambos, por instinto, buscan las cumbres de los montes; ambos anhelan subir a la montaña más alta.

Esa es l’Iseran. Sus 2.770 metros dictaminaron sentencia, más que por voluntad, por accidente. Mucho se ha escrito sobre los increíbles acontecimientos que obligaron a la organización del Tour a neutralizar la que estaba siendo la etapa más importante del Tour, con todavía más de treinta kilómetros por disputarse. Bernal, escapado junto a Simon Yates, con un minuto de ventaja sobre el destronado Thomas y el marronil y desdibujado Kruijswijk; más de dos sobre el John Carter francés, Alaphilippe, solo ante el peligro después de que la galerna ciclista acabase con Thibaut Pinot, lesionado y cesante. Hacia 1959, en l’Iseran, la montaña más alta, Bahamontes sobrevivió a una escaramuza que puso en serio peligro su Tour; el mismo año en el que Blas de Otero se encontraba en París, embriagado por el ambiente de la capital francesa.

La tormenta ultramítica, que tanto se anunció en foros de interné desbordantes de ciclismo e imaginación como Parlamento Ciclista, había llegado, y un río de lodo y tierra transformó para siempre el decurso de la carrera. Bernal, entre risas, volvió al grupo en la bajada de l’Iseran, al ser avisado por Christian Prudhomme, el mandamás del Tour, de la cancelación de la etapa. De repente, al igual que el visitante cuando se acerca al altar mayor de Saint Etienne, cerca de los restos de Santa Genoveva, una honda impresión debió impresionar al colombiano: el gran botín era suyo. A la tarde, se confirmaba: la tormenta impedía la disputa íntegra de la etapa siguiente, rumbo a Val Thorens. Sin Pinot y con una etapa en línea de ¡59 kilómetros!, Bernal empezaba a sentir la cercanía de París, tal y como debió experimentar Blas de Otero en su primer viaje a dicha ciudad en 1952. No obstante, la presencia oteriana que aprecié en la cima de Genoveva tenía una estrecha relación con la galerna, trasunto de sus crisis interiores, pues el viento del norte, de tinte mítico aunque también real, había decidido ser el rey del Tour merced a su lábaro de agua, barro y lodo. La galerna, además de a Pinot, había apresado y tirado por el sumidero la gran gesta de Bernal: su valentía de joven vestido de blanco en la rugosa carretera de l’Iseran se opacó por la dimisión de sus rivales, el azar y los kilometrajes de poca enjundia. La galerna había evitado que el Sky, o, más bien, su sucesor, el Ineos, que esa es su nueva denominación, se transformase por completo y que los aficionados pudieran atisbar una nueva etapa en la historia del ciclismo. El aguacero sobrevenido, entre isobaras lunáticas, confirmó la existencia de un problema prospectivo en el seno del Ineos: la existencia de dos identidades, una, la de los Wiggins, Thomas y Quien Ustedes Saben; otra, la del joven prodigio que según Les Luthiers pertenece a la estirpe de Rodrigombia, la tierra del oro y de la aventura.

L’Iseran había hecho acto de presencia. La montaña sepultura de uno de los primeros grandes del ciclismo, Bobet, triple campeón del Tour, quien dio sus últimas pedaladas en el Tour de Bahamontes; la cima de Saboya, epicentro del parque nacional de la Vanoise y cuyas laderas preñadas se semejaban a aquellas que Blas de Otero subía y bajaba en sus versos para conocer mejor a su propio pueblo. Desde l’Iseran se oteó París y una vez de vuelta en el Pont Neuf, allá donde los amantes de Leos Carax se volvían locos entre las celebraciones del Bicentenario de la Revolución, me pregunté si realmente con el desarrollo de este Tour tan inesperado, en el que la subida a Val Thorens no supuso más que la vuelta de Alaphilippe a su lugar natural, estábamos ante el final del juego de Ineos. Su Endgame, por parafrasear al mayor evento cinematográfico del año: no en vano, el ciclismo se alimenta de la épica propia de lo superheroico.

Los fríos datos eran certeros y agresivos como la granizada camino a Tignes: Bernal ganó el Tour a Geraint Thomas, compañero de equipo y antecesor en el trono de París; Bernal solo tuvo como auténtico rival a Alaphilippe, extraordinario hombre de Marte destinado a subir con católica y chovinista convicción, pero orientado a otro tipo de logros; Bernal batió a un escalador holandés que apostató de su vocación de atacante y que, por un podio, se conforma con ser un ciclista olvidable para el aficionado, como, quizás, el tiburón Nibali supo al bajar el Agnello entre columnas de hielo en 2016 y así arrebatarle la gloria italiana; Bernal venció a Buchmann, un corredor invisible cuyo rostro es aún más misterioso que el de Thomas Pynchon y cuyo mayor mérito será ganar el maillot marrón; Bernal batió a unos ciclistas anodinos que relajaron la lucha por el maillot amarillo: Urán, Porte, Barguil; Bernal presenció la guerra civil de Movistar, incluido el momento cumbre vivido en Val Thorens, entre pinganillos efímeros y ciclistas mortadelescos, y que contó con la presencia de un campeón del mundo que pasaba por allí no se sabe muy bien para qué; Bernal debería haber tenido como rival a Thibaut Pinot, el Blas de Otero del ciclismo, pero una galerna en forma de lesión muscular privó al francés de luchar contra sí mismo, y al aficionado de la continuación de una lucha que en ese momento se cifraba en tablas.

Al salir del Pont Neuf y dirigir mi mirada a sus mascarones tallados que a plena luz de día magnifican sus balcones, constaté que el Endgame de Ineos, tan soñado, tan lleno de equívocos y tan etéreo como un sueño, no se había producido. Ni siquiera, con la victoria de un campeón extraño al aparato anglosajón; un campeón, Bernal, lleno de calidad, esplendor y de trabajo, mediante florituras barrocas como ser el primer ciclista en casi medio siglo, desde Eddy Merckx, en aunar victorias en Suiza y el Tour, si se exceptúa a Armstrong. Nada de eso. El Ineos, como sabrán los aficionados al ciclismo y a Marvel, es inevitable. Y, por ello, aunque atacante y triunfador, merecido campeón del Tour, Bernal ha ganado sin una Revolución, que era lo que el Pont Neuf y la Bastilla pedían al cuerpo. El joven colombiano llegó a París para asegurar la supervivencia de la archifamosa máxima del Gatopardo de Lampedussa. El desengaño.

Y este sería el punto final, si no fuese porque el ciclismo, aunque sea una ficción, no deja de ser mímesis de las andanzas terrenales. Las paredes de la realidad (y del sueño) se rompieron en los alrededores de l’Iseran para Thibaut Pinot, para quien este Tour de Francia significa un punto de inflexión en su trayectoria. Al igual que Blas de Otero, Pinot es un personaje señalado que no deja indiferente. Pinot tendrá que lidiar con sus galernas reales y figuradas. Otero lo hizo en un libro de tono confesional, Hojas de Madrid con la Galerna, poemarios que reúnen en forma de poesía sus miedos, luchas y recuerdos; a veces lo hace de manera clásica; otras, mediante la ruptura del verso tradicional. No dejo de pensar que un grande de la poesía en español como Blas hubiera escrito un poema sobre el abandono de Pinot: las duras imágenes de un ciclista en estado gaseoso, deshilachándose a cada pedalada, intentando mantener la esperanza de que algo grande sucedería. Pinot, ya sin disimulo, roto y completamente perdido, echando el pie a tierra tras ser convencido por un compañero de equipo en medio de la devastación de todo un país, a los pies de l’Iseran. Pinot, un ángel fieramente humano que choca con la realidad: la extraña fragilidad que todos vemos, con mejores y peores ojos. Blas de Otero lo hubiera visto y podría haberle dedicado un poema, como Alberti hizo con el portero Platko.

Al acabar este artículo en España, aprecio ese nexo de fragilidad entre Otero y Pinot, esa semejanza que brota de la genialidad que el poeta y el ciclista han tenido en lo suyo; y espero que el francés triunfe y que someta, en un futuro, a la galerna si acepta el desafío y escribe, a partir de una fatídica jornada, nuevas hojas en su historia del ciclismo. Aunque seguramente Pinot jamás lea estas palabras, se las dirigimos igualmente: tiene el don del escalador, haga uso de él. El ciclismo le devolverá lo que la etapa de l’Iseran le quitó. De alguna manera. Bien sea en el Tour, en el Giro o en la Vuelta. Pero para ello, no ha de desfallecer. Él será el responsable de escribir su ficción, y, por qué no, de ilusionar al aficionado con un Endgame de Ineos. Eso se verá el año que viene, como siempre en verano. Mientras tanto, habrá que imitar al Magistral y subir a la montaña más alta; así, como Bernal, contemplaremos la línea que no existe en el horizonte.

Anteriormente en TEMBLOR:

  1. El Tour como ficción 2019 (I). ¿Una nueva esperanza?
  2. El Tour como ficción 2019 (II). Alaphilippe, ¿John Carter de Albi?
  3. El Tour como ficción 2019 (III). ¿Esplendores barrocos?

 

Julio Salvador

Filólogo que le da vueltas a eso de la lengua y la literatura, que no tiene precio. Para todo lo demás mastercard (y Valle-Inclán).

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