La última vez que me asomé a este especial nos habíamos quedado esperando a Godot, que, por supuesto, no ha venido, a no ser que consideremos como tal la aparición estelar del sorprendente vencedor, al que enseguida dedicaremos el espacio que merece. Lo más destacado en esta última semana ha estado en los alrededores de la carrera, que se ha teñido con colores berlanguianos. En la primera etapa pirenaica, la carrera tuvo que detenerse debido a la manifestación de un pequeño grupo de agricultores que protestaban por el precio del cordero acompañados de sus rebaños. La policía decidió disolver la concentración con gases lacrimógenos (así, sin más), con tan mala fortuna que el aire los empujó hacia el pelotón y causó estragos entre los ciclistas. Al día siguiente, la etapa comenzó con una parrilla de salida como en la Fórmula 1. Conviene ver la imagen: los corredores, colocados como si condujeran bólidos con el semáforo característico impidiendo que se adelantaran. Solo faltaba Pepe Isbert con su cochecito para que la escena fuera perfecta. Por último, después de terminar la etapa, cuando Froome descendía el último puerto camino al autobús de su equipo, un gendarme le tomó por un espontáneo y le placó tirándole al suelo. Su respuesta enfurecida con ese aspecto de saltamontes en chubasquero, dedicándole al gendarme un sentido “Fuck you!”, elevó esta edición del Tour a muy altas cotas literarias.
En la carretera, en cambio, no ha pasado demasiado, salvo la escapada infructuosa aunque loable de Landa y Bardet. Nadie, salvo el Sky, ha cumplido sus objetivos y el ciclismo patrio, representado por el equipo Movistar ha desempeñado un papel análogo al de la selección nacional en el último Mundial de fútbol. Llegaban, según decían, con tres líderes capaces de ganar la carrera, y se van con una estimable victoria de etapa de Nairo Quintana, un séptimo puesto de Mikel Landa y su preciada clasificación por equipos. Si al lector no le suena o no le interesa este premio, no es porque no entienda de ciclismo, sino porque a nadie le interesa. Así que, en líneas generales, no ha pasado nada. Pero lo que no ha pasado, como en una mala novela, es pura basura literaria, debido a una mala interpretación del género.

El Tour de Francia nació de una idea anticuada y enloquecida: fundar la épica moderna. Podrá decirse lo que se quiera de una sociedad cuyos héroes son ciclistas que trepan por los Alpes y los Pirineos o futbolistas con mayor o menor arte en su empeño de colocar el balón en el arco rival, pero esa era la idea: en lugar de guerras de Troya y duelos entre un esforzado caballero y un feroz dragón, ascensiones al Tourmalet y al Galibier; en lugar de batallas a muerte entre naciones enemigas, Copas del Mundo y Juegos Olímpicos. Quizás es un camino pueril, y no hay más que seguir la información deportiva para comprobarlo, pero sin duda es también más pacífico. Y, desde el punto de vista literario, que es el que aquí nos ocupa, el deporte, y especialmente el ciclismo, podía ocupar de manera natural el papel de la épica: luchas heroicas, resistencia feroz a la derrota y a la rendición, caballerosidad, lealtad, traiciones, reconocimiento del adversario, la sonrisa de la Fortuna a un vencedor insospechado, la posterior caída en desgracia… Todo ello, bien contado, podía convertirse en la lúdica epopeya del siglo XX.
Ahora bien, la epopeya, como toda narración, necesita del decoro. La palabra suena pequeñoburguesa, timorata y casta, pero en realidad es fundamental. Un profesor me explicó una vez en la carrera el “decoro” en el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega como la adecuación de la forma de hablar, vestir y comportarse de los personajes de acuerdo a la situación en la que se encontraran (lo decía para criticar que los diputados de Podemos no llevasen corbata). No es que sea falsa, por supuesto, esta definición del decoro, pero sí es parcial. En realidad, el decoro es, según la Real Academia, la “conformidad entre el comportamiento de los personajes de una obra y sus respectivas condiciones”. Es decir, no es tanto llevar corbata en el Congreso, sino llevar corbata en el Congreso siempre que, y esta es la clave, esto concuerde con el diputado en cuestión. Como se ve, el decoro es una garantía de coherencia y, por tanto, de verosimilitud: Aquiles, después de pasar toda la Iliada discutiendo en estilo solemne, no puede, como pretendía otro profesor, dirigirse a Patroclo con esta alegre desenvoltura: “¡Patroclo, tronco!”. El pío Eneas no puede cargar a sus espaldas a su padre Anquises por todo el Mediterráneo y de pronto dejarlo tirado en una esquina para ir a jugar a las cartas. En estos casos, y en cualquier otro, no respetar el decoro provocaría una enorme incoherencia que haría absurdamente fragmentario el argumento de la obra. Quizás sea interesante para determinadas obras vanguardistas y posmodernas, pero para una novela, no digamos ya una epopeya clásica, la atención al decoro es imprescindible.

Pues bien, el ciclismo, que nació, insisto, como epopeya, padece desde 2011 un grave problema de decoro llamado Chris Froome, que es un atentado viviente contra las más elementales normas de la coherencia y la verosimilitud. Para entenderlo, es necesario remontarse hasta sus comienzos como profesional. Debutó en el Tour de Francia en 2008 y quedó octagésimo cuarto en la clasificación general. Al año siguiente, con veinticuatro años (la misma edad a la que Alberto Contador ganó su primer Tour), corrió el Giro de Italia con resultados notablemente mejores: trigésimo sexto de la clasificación general y una subida sonrojante a la Basílica de San Luca en Bolonia. En 2010, con veinticinco años (la misma edad a la que Vincenzo Nibali ganó la Vuelta a España) y ya en el todopoderoso, aunque entonces todavía no tanto, equipo Sky, repitió en el Giro con un desempeño sorprendente, si atendemos a lo que ocurrió después: fue expulsado por agarrarse a una moto subiendo el Mortirolo. En 2011 no corrió el Giro ni el Tour, pero sí la Vuelta a Polonia en la primera semana de agosto: fue octagésimo quinto, en línea con su trayectoria. En algún momento de esta secuencia, las fechas no están claras, entra el realismo mágico en forma de bilharzia, una peligrosa infección tropical.

Justo después de la Vuelta a Polonia sufrió la súbita transformación de la que ya dimos cuenta en una entrega anterior de este especial. Apenas tres semanas después empezó la Vuelta a España, en la que quedó segundo, ni más ni menos, y que hubiese ganado de no ser por las bonificaciones. Desde entonces, es el mejor ciclista del mundo y ha arrastrado una obsesión por la carrera en la que se volvió mariposa, que disputó infructuosamente cuatro veces más. En 2012 volvió al Tour y fue segundo porque su equipo le ordenó que dejara ganar a su jefe de filas, Bradley Wiggins. Se resarció al año siguiente, cuando apabulló a todos sus rivales con un ataque fabuloso (sentado, que es como si Aquiles alancease a Héctor sentado) en el Mont Ventoux, una de las ascensiones míticas del ciclismo y de la obra de Petrarca, y con el rendimiento propio de un replicante. (En esta degeneración posmoderna de la épica se mezcla también la ciencia-ficción). Otros tres Tours y otros tres fracasos en la Vuelta después, consiguió su ansiado doblete ganando la Vuelta tras una grave crisis de asma y un fallo renal que le causó, desgraciadamente, dar positivo por salbutamol, que es el principio activo de lo que todos conocemos como Ventolín, en un episodio difícil de catalogar: ¿realismo mágico, ciencia-ficción, comedia infame como Resacón en Las Vegas? Podía dudarse de Froome, pero mientras se resolvía su absolución por “circunstancias excepcionales” (sin duda lo son, aunque la sentencia no explicaba por qué), ganó también el Giro de Italia con una de las mayores exhibiciones de la historia del ciclismo, que también comenzó con un ataque sin levantarse del sillín: como si Roldán matase a todos los musulmanes en Roncesvalles sentado.
Semejante hoja de servicios, como decíamos, convertía inmediatamente a Froome en el máximo favorito para conquistar su quinto Tour de Francia, y nadie esperaba nada diferente. Sin embargo, ha saltado la sorpresa y ha sido derrotado ¡por un compañero de equipo!, por su fiel Geraint Thomas, al que su equipo había estado preparando, signifique eso lo que signifique (¿le habrán inoculado la bilharzia?), para acudir al Tour como jefe de filas en caso de que Froome fuese sancionado.
Pues bien, la preparación funcionó, sin duda, y el Sky, el equipo que nació para ganar el Tour con un corredor británico y lleva seis de los últimos siete con tres británicos diferentes, ha vuelto a obrar el milagro. He aquí al nuevo héroe, el galés Thomas, un rey de la pista que, a sus treinta y dos años, se asoma por primera vez al top 10 de una gran vuelta, y lo hace para ganarla. Es la primera vez que ocurre algo así desde el primer Tour de Alberto Contador, pero este tenía entonces veinticuatro años, solo había corrido antes otra grande y terminó ganado nueve… aunque quién sabe hasta dónde no llegará Thomas. El galés, en cambio, ha corrido antes de este Tour doce grandes vueltas, con una posición media en la clasificación general de 69’7, una vez descontados sus dos abandonos por caídas.
Así pues, esta es la doble historia del patito feo. Un corredor mediocre llamado a cerrar pelotones, un soldado cualquiera destinado a morir de una lanzada a la primera mención de su nombre sin que nadie se preocupe de si es griego o troyano que de repente se convierte, no ya en Aquiles o Héctor, sino en el mismo dios Marte venido a la Tierra. Si el Tour es una ficción, hace mucho tiempo que es muy mala, porque es incoherente y los soldados rasos se vuelven temibles caudillos de la noche a la mañana. En fin, todo lo que se ve desde 2011 es de lo más indecoroso. Hemos pasado de la epopeya moderna que soñó Henri Desgrange a los cómics de superhéroes: de pronto eres Bruce Banner, de pronto el Increíble Hulk; a veces eres Clark Kent, a veces Supermán; eres un vulgar Peter Parker, pero te pica una araña (o contraes la bilharzia) y empiezas a trepar por las paredes y atacar sentado. Y si Batman está amenazado de suspensión, Robin se pone el traje de Iron Man y ocupa tranquilamente su lugar. Esto es, al parecer, lo que queda del Tour de Francia: una incoherente historieta de mutantes.
Anteriormente en TEMBLOR:
1. El Tour como ficción (I). Introito. Sobre Borges, la leyenda de Ossian y Chris Froome.
2. El Tour como ficción (II). Esperando a Godot.
3. El Tour como ficción (III). Nudo. Sobre Bowie, la línea de sombra y Tom Dumoulin