El Tour como ficción (V y final). Acerca del ciclismo como inocentada

Para el lector casual –aquel que por accidente o por efímera voluntad se acerca a la página web de TEMBLOR- seguramente resulte increíble encontrarse con una continuación inesperada de nuestro especial sobre el Tour de Francia. ¡Si acabó por el ya lejano julio, cuando tantas cosas todavía ni se vislumbraban en el devenir de la rēs pūblica! Por el contrario, si el que lee estas palabras nos siguió a Luis Fernández y a mí con fe inquebrantable, sabrá que una de las características que nos definen es la perseverancia: si no fuese así, desde luego que no prorrogaríamos este ciclo sobre ciclismo y literatura. El continuar con este especial en fechas tan destacadas como la Navidad, y, en concreto, en el Día de los Santos Inocentes, no se puede catalogar como una idea descabellada. El 28 de diciembre se conmemora la matanza de los niños menores de dos años ordenada por Herodes I para evitar el cumplimiento de la profecía hecha por los reyes magos, que, como es conocido, iban siguiendo una misteriosa estrella rumbo a Belén para adorar al Niño Jesús. La efeméride que recuerda esta historia del Evangelio de Mateo se confundió con algunas festividades de tono carnavalesco en época medieval, lo que dio origen a la costumbre de gastar bromas, ‘inocentadas’. Tradición que perdura hasta la actualidad.

                        Gente ofuscada al tener noticias de este especial

Este tono festivo es el que ha ido recorriendo el especial del Tour. Recuérdese la lección número uno: el ciclismo se ha metamorfoseado en una ficcionalización, en una broma; los ecos de Borges, Conrad, Beckett o incluso Stan Lee se palpan en los sucesos extraordinarios que han ocurrido durante esta temporada dieciochesca, y prueba de ello sería la espera, descrita en artículos anteriores, para conocer con seguridad quien era el ganador de la Vuelta de 2017. Sin embargo, las enojosas consecuencias de esta costumbre ficcional del ciclismo no son tan graves. El hecho de que esta quinta parte del especial llegue con cinco meses de diferencia palidece con otras comparaciones: Coppola rodó la tercera parte de El padrino (1990) dieciséis años después de la segunda parte; Ve y pon un centinela, secuela de Matar a un ruiseñor (1960), ambas escritas por Harper Lee, fue publicada en 2015; o, como se confirmó este último Día de los Inocentes, uno de los anhelos del presidente Sánchez seguirá retrasándose sine die… Dentro de lo que cabe, al calor de estos ejemplos, este especial ha sido rápido, aún más si se atiende a la temblorosa periodicidad que caracteriza a la plataforma en la que se publica.

Continuar y concluir este especial es coherente -dentro de la incoherencia- puesto que en los últimos tiempos la epopeya ciclista se basa en el absurdo y en la pérdida de la verosimilitud y del decoro. Concluir este especial en diciembre es homenajear a Alexandre Dumas, quien consintió y sufrió una continuación de El conde de Montecristo (1844), La mano del muerto (1853), en la que se travestía el carácter de sus personajes. Concluir este especial es un homenaje al portugués Alfredo Possolo Hogan, supuesto autor del apócrifo: tan loco era publicar una continuación de una obra maestra como escribir un ensayo a cuatro manos sobre el ciclismo y la literatura. Por cierto, la secuela sobre la vida de Edmond Dantès se ha publicado en multitud de ediciones bajo la autoría del francés.

 ¡Inocente!

Durante el verano se hizo especial énfasis en el reto que suponía mantener la esperanza y la ilusión en algo que se ficcionaliza y que rompía cualquier atisbo de seriedad, verosimilitud y, en algunos casos, disfrute. En el ciclismo, la ficcionalización no solo se completó en el Tour de Francia. Si ya resultó alucinante comprobar cómo Geraint Thomas, un corredor de más de treinta años, de generosa envergadura física, tendiente a las caídas, y cuyo mejor puesto había sido una decimoquinta posición en una gran vuelta –para los neófitos: un resultado pobre a edad madura para aspirar realmente a cotas reseñables-, ganaba el Tour con una suficiencia propia de los grandes dominadores, las semanas siguientes fueron la confirmación de que la ficcionalización del ciclismo abrazaba gustosa el tono paródico de una película de terror al estilo de las continuaciones de Evil Dead (1981).

La victoria en la Vuelta a España de Simon Yates supuso la consagración de otro británico más. Otro, por cierto, con problemas con el dopaje, en su caso por el uso de terbutalina durante la París-Niza de 2016. Yates encaja en la descripción terrorífica de antes, pues entra de lleno en ese tipo literario de seres increíbles que resultan atractivos –su victoria se cimentó en una magnífica lectura de la carrera, ayudado por el cretino comportamiento de los directores del equipo Movistar– y que llaman a la misericordia por haber superado difíciles apuros. El trance del británico fue un ‘blancazo’ de manual en el Giro’18: en la decisiva antepenúltima etapa perdió 45 minutos cuando iba de líder. ¿Quién no sentiría simpatía por alguien que sucumbe al final de un difícil trayecto? Sin embargo, su trayectoria no debe llamar a engaño: el inglés de faz taciturna pudo disfrutar de la gloria en el país del esperpento. Lugar ideal para multiplicar a partir de ahora los resortes de su interpretación de nuevo gerifalte.

La otra gran nueva relacionada con el carrusel cinematográfico de la Universal en su época áurea, fue la consagración de Alejandro Valverde, el simpático y estimable Matusalén murciano, como un grande del ciclismo al conseguir la hazaña de convertirse en campeón del mundo nada menos que en el circuito más duro de lo que llevamos de siglo… Su vetusta edad (39 años) más que un impedimento supuso un gran acicate. Los hechos hablan por sí solos, pero como la ficcionalización se ha consagrado, los espectadores se dejaron llevar por la belleza del momento. El milagro de Valverde entra de lleno en la mejor tradición hagiográfica del teatro español y presenta episodios ideales por su carácter espectacular. Recordemos al héroe castizo con una pierna destrozada en las calles de Düsseldorf en el Tour de 2017 o las desventuras relacionadas con su perrita Piti y la famosa bolsa de sangre 18-ValvPiti.

Aunque la noticia más importante fue la suspensión por 4 años del gregario André Cardoso. Una suspensión por dopaje que es una completa barrabasada: la Unión Ciclista Internacional (UCI) obvió una prueba científica -la muestra B examinada en el contraanálisis de Cardoso dio un resultado no concluyente- y decidió, ante la estupefacción de juristas y demás expertos, suspenderle de igual forma. La misma UCI que resolvió no sancionar a Chris Froome por un resultado positivo ha vulnerado los derechos fundamentales de Cardoso, quien está reuniendo dinero a través de una financiación colectiva para presentar una alegación ante el Tribunal de Arbitraje Deportivo. El vía crucis de Cardoso es la gran inocentada, aunque carente de la comicidad de las anteriores, que culmina la exacerbada ficcionalización del ciclismo.

Y, sin embargo, algo sigue enamorando. Este sinsentido solo se puede explicar gracias a los efectos que produce en nuestra alma la belleza del gesto, tal y como se ha sugerido en el quinto número de esta revista. La cuestión reside en ser conscientes de la fuerza de la contemplación, pues de ella brotan las ideas que rezuman belleza. El ciclismo, la poesía, la literatura poseen multitud de puntos en común: pertenecen a una época en la que se aceptaba atravesar una línea de sombra; un periodo en el que se creaban epopeyas que eran capaces de transmitir la ilusión propia de las viejas historias, que estaban radicadas en el interior de nosotros mismos. Hoy en día resulta fácil escribir sobre los fenómenos del pasado para criticarlos y así ensalzar la esencia anecdótica e insustancial de los hábitos que dominan el presente. El ciclismo y la literatura son rastros de lo pretérito, de ahí que no gocen de buena salud, más allá de que gusten o no gusten. Pero no ha de entenderse “lo pretérito” solo en un sentido temporal, sino como una forma de entender y de imaginar el mundo, una forma viva y para nada automatizada de captar la realidad. De ahí que durante este especial se haya insistido en el carácter ficcional del ciclismo, porque, al igual que otras cosas que parecen destinadas a fenecer, ha sido capaz de construir una gran historia. Incluso en sus momentos más terriblemente ficcionales. No obstante, incluso llegado a ese punto, pervive su belleza. Decía Chesterton que “toda persona sana debe de alimentarse tanto de ficción como de realidad en algún momento de su vida; porque la realidad es una cosa que el mundo le da, mientras que la ficción es algo que ella da al mundo”. Juegos disparatados como esta inocentada siguen fielmente esa sabia premisa.

Feliz Navidad y feliz año. Hasta el próximo julio.

                                                                          La belleza del gesto

Anteriormente en TEMBLOR:

1. El Tour como ficción (I). Introito. Sobre Borges, la leyenda de Ossian y Chris Froome.

2. El Tour como ficción (II). Esperando a Godot.

3. El Tour como ficción (III). Nudo. Sobre Bowie, la línea de sombra y Tom Dumoulin.

4. El Tour como ficción (IV). De héroes a superhéroes. Un problema de decoro.

Julio Salvador

Filólogo que le da vueltas a eso de la lengua y la literatura, que no tiene precio. Para todo lo demás mastercard (y Valle-Inclán).

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