‘Full Monty’, melancolía y dignidad

Hace poco he visto Full Monty, una película de la que nunca había oído hablar, pero que al parecer fue un gran éxito de taquilla cuando se estrenó en 1997. No es de extrañar, porque lo tiene todo para gustar: es una comedia viva, divertida, con un amable fondo de crítica social y un planteamiento de esos que mueven al sonrojo: un grupo de obreros parados en la ciudad de Sheffield montan un grupo de striptease para adecentar sus ingresos. De esta materia prima podía salir un disparate o una película en estado de gracia, y salió más bien lo último: una hora y media inspiradísima, con un guión inteligente, un grupo de actores sembrados (especialmente Robert Carlyle como Gaz y, sobre todo, Tom Wilkinson como Gerald) y un par de escenas antológicas que conviene no mencionar siquiera por si quien lea esto no ha visto todavía la película.

Melancolía

Pero pese a lo que pudiera parecer, Full Monty no es solo una película divertida y gozosa de ver, sino también un buen retrato, y algunos esbozos de respuesta, de la situación de la clase obrera británica después del huracán neoliberal de los gobiernos de Margaret Thatcher. Desde los mismos títulos de crédito, se nos pone en situación con imágenes de un documental: en la década de 1970, Sheffield era una ciudad próspera, con una floreciente industria del acero que ocupaba a casi una quinta parte de la población; las cosas funcionaban razonablemente bien y el paro era mínimo. Y sin embargo, veinte años después, los protagonistas son las víctimas de la reconversión industrial, los hijos de los trabajadores del acero del documental que, lejos de la estabilidad laboral de sus padres, van rebotados de trabajo en trabajo y pasan buena parte del tiempo en la cola del paro.

Eso externamente, porque internamente viven la destrucción de su identidad, colectiva pero también individual, que explicó detalladamente Owen Jones en Chavs, un libro que a veces parece escrito para explicar películas como esta o como su gemela Buscando a Eric. Los niños que crecieron convencidos de que heredarían el trabajo de sus padres no tienen ahora ninguno y se ven incapaces de cumplir el cometido que tenía que justificar sus vidas —proveer a su familia—, de modo que se encuentran apartados de su hijo por no poder pagar la pensión y rechazados por su exmujer, o bien ocultando avergonzados durante meses su despido en su casa, o bien tan absolutamente solos en el mundo como para considerar seriamente el suicidio. Y además, cómo no, humillados por el sistema social que se supone que debería ayudarles, obligados a perder el tiempo en la oficina de empleo jugando a las cartas —es absurdo buscar trabajos que no hay— en una gran charada que busca poco más que mantener las apariencias del Estado de bienestar.

Así pues, se desnudan: no hay nada particularmente humillante en bailar en cueros delante de tus vecinos si se compara con todo lo anterior. Por una noche son estrellas y todos los ojos están pendientes de ellos… y de sus músculos fofos. Es innegable que su striptease, como toda la película, es una parodia de un verdadero striptease y que el público está muerto de la risa de ver semejante disparate de hombres ya pasados cimbreándose como si fueran Adonis; pero también es innegable que hay un cierto erotismo en la escena, que las mujeres están genuinamente interesadas en el espectáculo y que los hombres parecen sentir verdadera envidia de la atención que les prestan aquellas. El baile termina y a qué engañarnos: han tenido su momento, pero mañana volverán a ser los humillados sin oficio ni beneficio que pierden el tiempo miserablemente obligados a jugar las cartas.

Full Monty Temblor Poesía 2

Dignidad

Y, con todo, en el camino, los seis parados recuperan buena parte de lo que perdieron al tiempo que el trabajo. Recuperan, por ejemplo, la ocupación. Al encontrar en los ensayos de su espectáculo una tarea a la que aplicarse y abandonar así la forzosa ociosidad de la oficina de empleo, encuentran, por absurdo que parezca, un sentido a su vida; ahora tienen estos trabajadores sin trabajo una actividad a la que dedicarse con la misma profesionalidad que a la fundición de acero. Redescubren también el orgullo del trabajo bien hecho, la íntima satisfacción que produce la labor cumplida. Sí, es cierto que no tienen el cuerpo de un estríper profesional, pero mucho más importante que esa circunstancia accidental es el honroso resultado de su esfuerzo: es su cuerpo lo risible, su baile solo es loable. Y, posiblemente lo más importante, descubren, quizás por primera vez, que hay cosas mucho más importantes en la relación con sus familias que el dinero que llevan a casa cada mes; que es más importante la confianza mutua que unas vacaciones en la nieve; que es mejor jugar al fútbol con un hijo y pasar las tardes juntos que llevarle al estadio el fin de semana.

Recuperan, en definitiva, las relaciones sociales y familiares, la autoestima, el orgullo y algo fundamental, la certeza de que su tiempo está bien aprovechado y no malgastado miserablemente. Recuperan, en una palabra, la razón por la que la vida merece la pena de ser vivida, y eso no tiene otro nombre que dignidad. Era eso, y no solamente un puesto de trabajo, lo que en un sentido profundo les niega el sistema económico en el que viven, y es eso mismo lo que recuperan preparando su striptease. No deja de ser una simpática paradoja: al parecer, desnudarse es la única forma de recuperar la dignidad en un mundo que solo es digno de que se le enseñe el culo.

Luis Fernández Mosquera

Madrileño o segoviano según el momento, estudió Filología Hispánica en la Universidad Complutense. Animal pacífico y de buenas costumbres.

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