El color blanco contiene todos los colores. Probablemente eso hace del blanco un color tan luminoso y a la vez tan deseable. Los rosas, azules, amarillos, rojos, violetas y verdes van hacia el blanco y salen de él. Hacen el blanco. Los artistas de todos los tiempos se han peleado con los blancos. Algunos de los que nos admiran están en los hábitos de los monjes de Zurbarán, en las golas de los caballeros del Greco, tanto como en los cuadrados de Rothko o en los vestidos de las paseantes de Sorolla por la orilla de Jávea. También los escritores, para nuestro deleite, nombran para hacer alborear los blancores: el pan blanco, una nieve recién caída, un lienzo, el hilo de seda o la flor del algodón. María Zambrano decía que «los bienaventurados nos atraen como un abismo blanco» (Los bienaventurados, 1990). Para Juan Ramón, el blanco es la presencia invisible y silenciosa que obliga a lo oscuro, lo cansado y lo sucio a viajar hacia la eternidad del blanco. Así cuenta el poeta la fuerza de atracción de una rosa blanca en el metro de Nueva York:
Una realidad invisible anda por todo el subterráneo, cuyo estrepitoso negror rechinante, sucio y cálido, apenas se siente. Todos han dejado sus periódicos, sus gomas y sus gritos; están absortos, como en una pesadilla de cansancio y de tristeza, en esta rosa blanca que la negra exalta y que es como la conciencia del subterráneo. Y la rosa emana, en el silencio atento, una delicada esencia y eleva como una bella presencia inmaterial que se va adueñando de todo, hasta que el hierro, el carbón, los periódicos, todo, huele un punto a rosa blanca, a primavera mejor, a eternidad (Diario de un poeta recién casado, 1916).
Un maestro de blancores es el escritor José Jiménez Lozano. Para él los blancos acompañan los pasos del hombre por este mundo y, quiera Dios, por el otro. Y como el despertar de la andadura humana comienza con el primer hombre que vio los colores y estrenó el mundo recién creado, el poeta vuelve su mirada sobre el relato que, en nuestra tradición, describe literariamente ese momento. El poeta lee el relato de el Génesis y descubre que el origen y la belleza del mundo remite a los blancos de la realidad. ¿Y qué más? Ve a su madre que añila para recuperar blancos, su memoria se cruza con la lectura bíblica. Es decir, el origen del mundo remite a la madre, al inicio de la vida del poeta. El puente entre la historia del mundo y la aventura personal de cada hombre se mantiene en la sorpresa:
Cuando acabaste de leer el Génesis, dijiste:
¡Pero si yo recuerdo haber asistido a esta hermosura!
¿Dónde? ¿Dónde? Y años tardaste, pero
un día viste un pañizuelo blanco
para poner encima una candela,
y se hizo la luz entonces.
Pues ¡claro!, ¡cuando mamá añilaba!
Mas ¿puso el Creador añil al mundo?, te preguntas.
A veces no es buen añil, no resplandece, decía madre,
mas el Génesis asegura lo contrario; que era bueno.
Y, a veces, reluce el mundo ciertamente.
(Elegías menores, 2002)
Como es blanco el espacio y el tiempo de la infancia, semejante al blanco de un pañuelo: «…todo mi imaginario y mi universo literario están urdidos en mi experiencia infantil y que lo que luego he hecho ha sido simplemente extender a Langa como un pañuelo y envolver ahí las otras cosas del mundo» (De Ávila a Constantinopla, 2017). Es blanco el espacio puro de la infancia y en él se pueden coleccionar las cosas descubiertas en el mundo. Porque el blanco parece tener la vocación de recoger la vida imaginaria, también la de la pantalla, como el cine de su infancia:
El extraordinario encanto de las viejas proyecciones cinematográficas procedía sin duda de que se hacían sobre una sábana blanca, herida por la luz del proyector, y, entonces, recibíamos esa luz invernal y primigenia que nace de la nieve o de la ropa blanca colgada. Es como la palidez celeste que entra por las ventanas y reviste las cosas. Como un nimbo. Y este es el nimbo que transfiguraba a Charlot o al Gordo y al Flaco o a Buster Keaton. En proyecciones más sofisticadas, el encanto ha desaparecido (Los tres cuadernos rojos, 1986).
Y en el blanco se perfilan algunos de sus personajes: «Cuando yo fui monaguillo, anduve un día por la estepa rusa […] una gran extensión de tierra, blanca y dura por la helada, y como con cristalillos incrustados (…) y todo estaba blanco de la escarcha, como si hubiera nevado o más; y, aunque solo eran dos kilómetros hasta el otro pueblo, parecía una estepa, y era muy bonito» (“La estepa rusa”, en Los grandes relatos, 1991).
Ahora bien, los blancos siempre son susceptibles de mancharse de sangre. Bien le pesaban a Lorca que llenó sus poemas y dramas de rojos, amapolas y sangres nuevas y viejas. También Jiménez Lozano sabe de esas sangres, como se ve en este poema, titulado “Nevada”. Son esos rojos de hombre que, a diferencia del mundo natural y de las cosas, no son inocentes:
El pañizuelo blanco resistía
su comparación con el ampo de la nieve,
pero el ánima
siempre da en más oscuro, o en rojo,
incluso recién lavada.
Es cosa de hombre.
(Elogios y celebraciones, 2005)
Y si los rojos oscuros que manchan el mundo son cosas de hombre, también es cierto, parece decirnos Jiménez Lozano, que a veces la inocencia del blanco renace para dar esperanza al mundo. Así es en el cuento inédito “Blancores para un ángel”, donde se relata la historia de la muerte de la Miñonete, una chica refugiada en un burdel. El narrador lo cuenta desde la perspectiva de una de las prostitutas, la llamada la Chinita. Esta invita al cartero, el señor Anselmo, a asistir a los blancos que ha levantado la desdichada e inocente Miñonete con su muerte:
(…) y el coche fúnebre blanco que llevaba dos caballos con gualdrapas blancas y penachos blancos, y el ataúd que también era blanco parecía como el de un niño, porque la Miñonete se había quedado en un ser y en casi nada, como un gorrioncillo todavía sin plumas. Un día la había entrado una tiritona de fiebre y se había ido en menos que tarda un cabo de vela en apagarse.
—¡Mire, mire! Por aquella esquina se ve el entierro al dar la vuelta a la calle. ¿No ve como el blancor del amanecer, señor Anselmo?
—Y él se asomó, y quedó maravillado (…)
—Es que era una inocente ¿no? (…)
Todo el mundo parecería sucio cuando pasase por delante aquel blancor.
Es la inocencia —el blancor— que pasa de puntillas por el mundo y deja huella en la memoria.
En uno de sus diarios, José Jiménez Lozano atesora memorias de otros blancos que hablan de la muerte de los inocentes:
Mi madre guardaba una cinta blanca de seda del ataúd de una amiga suya muerta en plena juventud, que recordó constantemente durante toda su vida, y en una sala burguesa de esas habitaciones que en muchas casas se cerraban de por vida, porque en la alcoba italiana que había en ella se había muerto alguien especialmente querido o en terribles circunstancias, vi una vez una muñeca rubia vestida de raso, que perteneció a una niña muerta. La muñeca estaba colocada en el centro de una sofá isabelino, y cuando veo muebles de este estilo en un palacio o en un anticuario, aquella viaje imagen sigue hiriéndome (Los tres cuadernos rojos, 1986).
Hay otros blancos que recogen los pesares y los pesos de este camino, a veces fatigoso, de la peripecia humana. Se refleja bien en el poema titulado “Cardos”:
Tres cardos secos
sobre un blanco pañizuelo:
alegrías muertas
o pesares nuevos.
(La estación que gusta al cuco, 2010)
Los pañuelos son depósito de todos esos secretos que vela y desvela cualquier vida. Son, como se ve en el siguiente poema, metáfora de un mundo preparado y amado desde antiguo para sus moradores. Así en el poema “Invitación”, donde todo parece dispuesto para el disfrute del poeta —y del lector— de lo que ha sido preparado para él:
Tendrías que haber sido ya digno
del mantel blanco y del amor
que lo había alisado con sus dedos,
de la taza de plata tan pura,
y aún te esperan.
(Elegías menores, 2002)
Lo que parece lamento y pesadumbre en el poema por el uso del condicional («Tendrías que haber sido….») está abierto a la posibilidad («y aún te esperan»). Esa posibilidad final se convierte en búsqueda activa de un lienzo en otra de las historias del autor, la titulada Libro de visitantes (2007). En la novela el protagonista es un comerciante de Corinto que busca un lienzo blanco de singular resplandor: «Y, por fin, la razón principal que le había traído, aquí, era la identificación de un cierto lienzo de lino finísimo, de una irradiación de blancura muy superior a la de la nieve, en el que el extraño niño que había nacido allí, había sido envuelto». Un lienzo que descubre, tras conversaciones y pesquisas, lo tuvo en sus manos una lavandera «muy pobre, que en mitad de la noche se puso a lavar unos pañales del Niño sin importarla que tuviera que romper el hielo del riachuelo, y luego contó que lo había hecho de corazón por aquella familia, y sobre todo, por el Niño; pero que, además, era como si hubiera lavado en agua caliente, y sus viejas manos cuarteadas por el trabajo de lavar durante muchos años, habían quedado como cuando era jovencita».
Así y todo los rojos se siguen colando por los intersticios de la historia —«Tan blanco el muro, / tan roja la amapola», (“Vislumbre”, Elegías menores, 2002)— porque son cosa de hombre. Por eso necesitan de otras manos que los laven —con agua clara—o los cubran —con el manto de la nieve—. La voz del profeta Isaías daba palabras a ese deseo de blancores, a la vez que los prometía: «Aunque sus pecados sean rojos como la grana, quedarán blancos como la nieve; aunque sean rojos como púrpura, se volverán como lana blanca», (Isaías, 1:18). La lavadura procede de las manos de una mujer, de nuevo una lavandera:
Vieja lavandera en agua helada,
manos rojas, deshechas,
blancor de ropa ajena.
¡Tanto poder tenían!
Daban blancor al mundo
(“Lavandera”, La estación que gusta al cuco, 2010)
Este blancor es el que se espera para el final de la historia, como un manto de nieve. Así aparece en el final de la novela titulada Un pintor de Alejandría (2010). Es un manto de nieve muy diferente al que cubría a los personajes de Los muertos de Joyce y se hacía gélido sudario; tampoco será la nieve que torturaba injustamente, como una burla más, al inerme A. Akakiyevich de “El capote” de Gogol. El blanco del final de los tiempos para nuestro escritor será, en medio de un mundo confundido y sin norte —«Sin caminos el mundo, / ni vuelo de gorrión, ni grito / de cárabo, o zureo de paloma, silencio»—, una gran nevada en la que se unen el arropo de una madre y el abrazo último de la misericordia:
[…] blancura intocada de la nieve, aunque la tierra
haya bebido tanta sangre.
¿Como cuando de niño tenías fiebre
y mamá te subía por la cabeza
todo el embozo de la sábana?
¿Como cuando cubrían con el sudario
a los más pobres?
¡Es una sábana tan pura y no bordada,
tan sin recuerdo alguno!
¡Un perdón tan extenso,
de tan después de media noche!
(“Nieve”, El tiempo de Eurídice, 1996)
Con el manto blanco de la nieve, adviene el silencio, la vuelta al periodo en que todo era nuevo: una infancia sin mancha: «En los días de nieve callan hasta los pájaros y parece que no hay mundo o que el blancor ha borrado todo el mal del mundo. Y también surge una especie de espesa neblina del tiempo de la infancia» (Las llagas y los colores del mundo, 2011).
Quedan por traer muchos blancos en la obra de Jiménez Lozano y le queda al lector la exploración de esos mundos blancos que, bien mirados, nos llevan al sorprendente principio del mundo y a su final. En medio queda: el tacto del mantel blanco preparado para nosotros, el vislumbre de los añiles, el encuentro con una lavandera que blanquee, el consuelo de un pañuelo que recoja las lágrimas o, en fin, el descubrimiento de un lienzo que recoja todo lo humano.