Pongámonos serios y rigurosos, aunque sea sólo por esta vez; el asunto así lo requiere. Empecemos con una evidencia: el canon lo crea una sociedad, que, por ser dispar, ofrece a su vez una gran disparidad de cánones. No obstante, para evitar continuos enfrentamientos entre la mermada familia filóloga, nuestros ancestros firmaron un pacto para delimitar qué era canónico, qué podía serlo y qué no debía serlo. En el caso del literario, la izquierda y la derecha políticas tienen sus preferencias, huelga decirlo. Pobre del que, como José María Hinojosa (1904-1936), es repudiado por la una y por la otra. La diestra, a raíz de no pocos versos e imágenes de una sexualidad inadmisible para la corrección y mojigatería católicas; la siniestra, por su eterno desprecio hacia las clases pudientes y conservadoras, y hacia los terratenientes que, como la familia Hinojosa, se habían labrado una vida mejor que la de sus conciudadanos.
Decir, como dicen todos los estudiosos con respecto a sus autores de cabecera, que Hinojosa era un autor brillante sería cuanto menos hilarante; así se escucha también hablar a un pseudofilólogo acerca de una comedieta de la Guerra de Sucesión, quien llega a comparar a su enigmático dramaturgo con el mismísimo Góngora: ¡perdónale, Menéndez Pidal, porque no sabe lo que dice! Y, pese a no ser el poeta del 27 con más estrella (antes, atendiéndonos a los hechos, cabría decir estrellado), José María Hinojosa sí encarna, o hubiera podido encarnar, la travesía literaria de todo su grupo. Desde el campo visto con ojos de paisajista amante hasta el desmembramiento paranoico y el agonizante Apocalipsis, pasando por excursiones ultraístas y ramilletes de flores californianas. Esta travesía se desarrolló padeciendo el poeta continuas zancadillas (las más dolientes, las de sus propios compañeros de viaje), un combate interior en el que posicionamientos cada vez más conservadores lo arrastraron hacia la utilidad y los ejercicios espirituales y, como gota que colmó el vaso, una mujer, su gran amor, que le confiesa su disgusto hacia la poesía.
Como puede desprenderse de las líneas precedentes, estamos ante un hombre lleno de contradicciones. Contradicciones que le han acompañado hasta día de hoy: la derecha no se atreve a reivindicarlo en su haber de poetas y literatos, y la izquierda tampoco lo hace, ni siquiera movida por el arrepentimiento (concepto, en fin, tan católico). Y es que, en realidad, estamos hablando de un Lorca de la derecha: desde el advenimiento de la Segunda República, Hinojosa participó activamente en política defendiendo, lógicamente, los intereses de su clase social, y se erigió en una personalidad malagueña contestataria con los diferentes gobiernos que se sucedieron a lo largo de la fugaz existencia de la tricolor. Primero con los agrarios; luego con la CEDA y los tradicionalistas, y quién sabe si con Falange.
Si su vida fue una constante agonía, no menos agónica iba a ser su poesía, que arrancó con Poemas del campo (1924) y concluyó con La sangre en libertad (1931), auténtico testamento poético de parte de un muchacho desengañado ante una poesía que, más que satisfacción, le proporcionaba pesadumbre, hastío e incomprensión por parte de todos. Se burlaron de un surrealismo que Hinojosa, siempre al tanto de las novedades literarias francesas, introdujo en España antes que nadie (aquí el autor del artículo no se está dejando llevar por su simpatía hacia José María Hinojosa; se ciñe a cuanto ha dicho la escasa crítica que ha puesto los ojos en su media docena de poemarios).
No podía faltar en el surrealismo la típica y tópica irreverencia religiosa (de la que el poeta se repondría a base de ejercicios espirituales), a pesar de que el surrealismo hinojosiano es, ante todo, un surrealismo de desmembraciones, trasunto del sufrimiento del Yo poético: «Apenas toqué la rama,/ se desgajaron mis brazos» (Poesía de perfil, 1925), «La carne de mi cuerpo,/ que perdiera una noche al acostarme» (“Encuentro fortuito”, Orillas de la luz, 1927), «Salí a la calle y los gusanos me habían sacado ya los ojos» (“La Flor de Californía”, La Flor de Californía, 1928), «Siempre estará clavada mi vida en una ruta/ mientras que nuestras manos darán la vuelta al mundo» (“La vida de los pájaros”, La sangre en libertad, 1931). No debe extrañarnos que Jesucristo esté tan presente en sus obras (más a medida que va aproximándose a la fatídica fecha de 1931): representa tanto al Redentor, único ser capaz de sanar su mal, como al Sacrificio, el único con el que el poeta puede establecer algún tipo de semejanza en cuanto al dolor que siente. Como explicaba muchos años más tarde Ana Früller, aquel amor antipoético mentado más arriba, Hinojosa le comentó que hay que sufrir para poder escribir. Cuanto sufrió hubiera dado para llenar cestas enteras de libros, cuyo último verso, quizás, hubiera sido redactado en la fosa en la que cayó junto a su padre y su hermano.

No termina aquí nuestra plática sobre Hinojosa; habrá ocasión de volver a él más adelante, pues todo lo que no se ha dicho, o que se ha dicho en voz baja, debe ser proclamado para repartir justicia entre uno de los muchos olvidados de nuestras Letras. Porque el Parnaso no tiene sólo a las grandes plumas sentadas en su mesa, arcano Valhalla pidaliano: fuera de foco, quizás de pie, quizás con el brazo apoyado en una mesa y tomando un Bloody Mary, un tal José María Hinojosa charla con un Souvirón envuelto en pálido humo de pipa. Son, en definitiva, dos de los muchos autores de la sangre de Hispana fecunda en busca de filólogo.
Del campo hizo poemas,
puso al verso de perfil
y estampó
de sangre miles de emblemas;
siendo la pluma el fusil,
lo mató.
Dejó su cuerpo en el verso,
kamikaze del papel
dolorido;
el sufrir del universo
cobró en forma de clavel
del olvido.
Surcó el mundo sobre vientos:
con sus pétalos hacía
una rosa.
Estad todos bien atentos
a don José María
Hinojosa