El domingo pasado se me colapsó el teléfono móvil. No podía acceder a la mensajería ni a ninguna aplicación. El lunes, definitivamente, el aparato no superó semejante golpe del destino y a la mañana del 18 de junio dio su espíritu, con lo que perdí toda la información que tenía, hasta el historial del wásap. También el comienzo de este artículo que resultaba bastante diferente del que se está leyendo. La figura del pintor Joaquín Sorolla asomaba con fuerza, pues Aire siempre de viaje, pieza surgida de la mente de la joven dramaturga madrileña Sara García Pereda, me recordó a algunos de los cuadros del valenciano, en los que muestra la figura de dos niños sonriéndose, insinuándose divertidos en medio del refulgente Mediterráneo. Uno de ellos, que creo que es Idilio, Jávea, me cautivó más que los demás, pues captaba un momento aparentemente nimio que, no obstante, desprendía una insultante autenticidad. Las dos figuras se acercan llenas de espontaneidad, pero no se tocan. Mantienen una distancia que revela una urdimbre afectiva más allá de los estragos del tiempo, como si las pinceladas serpentinas de Sorolla fuesen el único instrumento capaz de revelarnos el nacimiento de la emoción y anticiparnos, cual nube azoriniana, el crepúsculo de algo que jamás morirá.
Mi móvil en cambio me dejó tirado y, además de eliminar cualquier vestigio de los chats pretéritos y de los mensajes que me llegaron entre el domingo y el lunes, mensajes que nunca sabré qué decían, borró el primer comienzo del artículo. En el fondo, dio igual, pues aunque la forma pereciese, la idea, el sentir, el concepto encontró otra vía de salir a la luz. Eso mismo tuve que decir a mis contactos telefónicos, aunque algunos de ellos no terminaron de ver muy claro esta explicación de mis aventuras y azares tecnológicos, pues acabaron mirándome como los personajes de El invisible Harvey (Henry Koster, 1950) miraban a un “alucinado” James Stewart, valga la referencia en blanco y negro.
Este naufragio de carácter cotidiano, aliñado con el sol pictórico de Levante, no podía ser motivo para no continuar este viaje y alcanzar el anhelo de escribir la presente reseña. Se reforzó el pensamiento de que aunque hubieran pasado meses desde el estreno de Aire siempre de viaje, era conveniente describir, brevemente, uno de los últimos ejemplos que ponen de manifiesto la resistencia a perecer del teatro joven español. El texto, además de poseer una desfachatada originalidad, contó con el favor de la Fortuna: un exitoso periplo en las tablas de la capital, estando en cartel más de dos meses, lo que revela el impacto que tuvo la propuesta dirigida por Pablo Canosales.
¿De dónde surgió ese poder de atracción que hizo que el público se acercase a “El umbral de Primavera”, en el castizo y reformulado Lavapiés, seguramente el lugar idóneo para plasmar una traslación del tema del enamoramiento, más allá de lo posmoderno? Quizás una de las claves sea su argumento, sencillo y bien conocido por todos: Nadia y Fer se conocen durante una noche de juerga. La atracción entre los dos es automática y pronto comenzarán una relación. Lo que en un primer momento parecía un sota, caballo y rey chocará pronto con la realidad de dos personalidades parecidas pero que, a pesar del amor que se profesan, se anulan. Hasta aquí podríamos encontrarnos con una propuesta estándar, deudora del teatro de Paloma Pedrero, tanto en la construcción de los personajes como en algunos aspectos recurrentes –la ambientación nocturna, la soledad de los protagonistas, la mujer ansiosa de libertades ácratas pero llena de sentimientos confusos, etc.-, pero se agradece que García Pereda componga una obra que aspire a ser flujo de conciencia y que, en su relato, al disponer sobre el escenario la cronología de forma confusa -pero no ilegible, matiz fundamental-, se arriesgue a plasmar los vaivenes de un viaje sentimental de gran hondura, no solo en la superficie, sino también en la propia disposición de los elementos estructurales del drama.
La decisión de romper la linealidad no quiere decir que la autora busque confundir al espectador, todo lo contrario: las aspiraciones de los personajes son conocidas desde un principio, ya que lo primero que conocemos es el “final infeliz” del noviazgo. Resulta llamativa esta disposición del estado de la relación, pues guarda concomitancias con una de las películas europeas más aplaudidas el año pasado, la rumana Ana, mon amour de Cälin Peter Netzer, en cuanto es la ausencia de la cronología la que posibilita el conocimiento de los entresijos personales de los amantes. De esta forma se esboza una cartografía de la memoria del amor. No obstante, si el filme rumano apostaba por un estilo directo y áspero, la dramaturga escribe una loa luminosa acerca de los efectos del amor que explora la posibilidad de que, al menos, los enamorados puedan reencontrarse en un plano distinto del presente, un plano abstracto en el que daría igual el que estuviesen juntos o no, pues ya habrían superado todo tipo de dificultades al emparentarse con la noción de eternidad por el hecho de haberse vivido.
Así, el viaje en bicicleta de Fer por Sudamérica, que desembocará en el alejamiento entre el ortopédico mochilero y Nadia, rompe la imagen idílica que ambos amantes atesoraban sobre su relación y, a su vez, propicia que una catarata de imágenes, surgidas de la escenografía y de los propios diálogos, se traslade a la estructura interna de la obra para enfatizar una de las ideas capitales de la pieza: el hecho de que cualquier relación amorosa no deja de ser sino una realidad ausente y sinuosa. Es aquí, como decíamos, cuando las imágenes de corte sinestésico, ya presentes en el texto de García Pereda, y solucionadas con oficio por Canosales, cobran especial importancia. Al seguir los postulados de Kandinsky -sugeridos por los diálogos de Nadia-, los dos protagonistas alteran la usual jerarquía del amor, guiados por la vivencia total, por una realidad oculta que aspira a la abstracción total de un sentimiento. Ansían congelar, a modo de fotograma, su sentir para así mantenerlo fijo durante toda la eternidad, aunque esta demuestre su naturaleza mudable. García Pereda parece seguir así la constante de Heráclito: panta rei. El amor acaba, pero se reinicia, alegoría clara que muestra la estructura circular elegida por la dramaturga. Tal vez García Pereda se deje deslumbrar por su mirada fieramente optimista, pero su obra plantea este concepto con inusitada convicción.

La puesta en escena de Aire siempre de viaje dirigida por Canosales logró transmitir con eficacia los puntos cardinales del texto de la dramaturga, aunque su visión se resintió de algunas decisiones aparentemente superfluas pero que determinan la recepción de la obra: por ejemplo, la edad de los actores principales, los correctos Violeta Orgaz y Juan Caballero, que, sin embargo, no parecen los intérpretes ideales para una obra que versa sobre los recovecos del amor desde un prisma insultantemente joven (en el buen sentido), e incluso adolescente. Así, el texto casi pide a gritos apostar por intérpretes que de verdad tengan veinte años.
Además, la adaptación también debía lidiar con las dificultades inherentes al texto, pues García Pereda escribe su drama asumiendo fórmulas propias de los medios audiovisuales e intenta, más que construir una acción, narrar un estado. Esta narraturgia provoca que el final de Aire siempre de viaje resulte un tanto estático, quizás falto de una mayor dramaticidad, aunque se entiende que ese anticlímax sería el precio a pagar por la autora para transmitir al público su forma de entender las relaciones. Esto da lugar a que el director tome ciertos riesgos: Casonales resuelve preservar la originalidad en cuanto a la disposición del espacio y del tiempo del texto, y, si bien lo hace con soltura, con decisiones que denotan un buen conocimiento del tipo de teatro que dirige –uno personal, con pocos medios de financiación, básico-, al usar siempre los mismos hallazgos, como el manejo de la iluminación para coaligar colores y sensaciones -o la colocación de los actores en los extremos con luz tenue en los momentos aparentemente más íntimos-, se debilita la reformulación del tema del amor que caracteriza al texto original y se pasa, hacia el final del montaje, a una reiteración escénica.
No obstante, en este viaje perenne que es el teatro se agradece un soplo de aire fresco: ya se sabe que nadie nace sabido. La autora tiene amplio margen de mejora para alcanzar cotas más destacadas, porque posee calidad suficiente tanto para mantener las virtudes de Aire siempre de viaje como para ir indagando sobre su ideal dramático. Mientras tanto, el crítico -¡el lector!- podrá “revisitar” este viaje de tintes bizantinos, mezcolanza de unas vicisitudes propias de Persiles y Sigismunda, viaje mediante, y de algunos brochazos de arte abstracto. El interés de describir Aire siempre de viaje reside, por tanto, en que estamos ante un texto teatral cuya esencia pertenece, sin ambages, al siglo XXI, más que en el detalle formal. Eso no se suele ver todavía en los escenarios, y, al menos, facilita algo fundamental: la discusión. Tal posibilidad, se sea un admirador del teatro lopista o un obseso del teatro de Xarxa Teatre, habita en Aire siempre de viaje de Sara García Pereda. Incluso aunque falle la tecnología.