Ojalá los dioses de la literatura guarden muchos años a Andrea Camilleri, verdadero maestro de la novela de entretenimiento y, muy posiblemente, el escritor más popular de Italia en este momento. Ojalá le guarden muchos años para que sus lectores podamos seguir disfrutando de las novelas de Montalbano y en general de todo lo que salga de su máquina de escribir.
Pero, para quienes no le conozcan, ¿quién es Andrea Camilleri? Un escritor siciliano nacido en 1925 en un pueblo de esos que parece que solo puedan existir en Italia: Porto Empedocle, que toma su nombre, por increíble que parezca, del filósofo griego Empédocles. Camilleri creció en la provincia de Agrigento, donde el Valle de los Templos, y ha vivido la mayor parte de su vida en Roma, trabajando como profesor de Arte Dramático y Cine y como guionista y director de teatro y televisión. No era, en resumen, nadie demasiado importante en el mundo del arte ni del espectáculo hasta que en 1994, con sesenta y nueve años, publicó La forma del aguanovela policiaca protagonizada por un tal comisario Montalbano, un personaje lo suficientemente atractivo como para dedicarle una segunda novela y profundizar un poco más en él… hasta crear una serie de veintisiete libros —de momento— y que es, en mi humilde opinión, una de las cumbres de la narrativa policiaca, comparable a las de Poirot o Sherlock Holmes, si no mejor que ellas, y muy cerca de las novelas del comisario Maigret.
Precisamente hay algo de Simenon en la serie de Montalbano, donde Camilleri se complace más en pintar un gran retrato —por las dimensiones, en primer lugar— impresionista de Sicilia que en narrar la historia de una investigación policial. Como en el caso del escritor belga, esta es solo la excusa para lo verdaderamente importante: una obra realista a la manera de Balzac, una especie de comedia siciliana que pretende dar cuenta de toda la sociedad de la isla: la pesca, la inmigración, la delincuencia común, el crimen organizado —con la sombra de las dos familias mafiosas ya rivales o aliadas de los Cuffaro y los Sinagra—, las trattorias, las asistentas, las infidelidades, las oficinas de banco en un pueblo mediano, las jerarquías provinciales de la policía y, mirándolo todo con asombro, desconcierto y una delicada mezcla de desapego melancólico y aguda conciencia de la justicia, un hombre bueno que envejece: el comisario Salvo Montalbano.
Su mirada lo estructura todo, y a su alrededor se desarrolla toda una variedad de personajes secundarios recurrentes con personalidad propia y compleja
—en esto mejora, me parece, a Simenon— con los que es muy fácil encariñarse: el subcomisario Mimì Augello, mujeriego incorregible; el íntegro y capaz inspector Fazio, el atolondrado Catarella, la asistenta Adelina, sublime cocinera; Enzo, el de la trattoria; Livia, la novia genovesa en la distancia; la voluptuosa Ingrid, el inefable doctor Pasquano… Camilleri, como un director de orquesta, sabe administrar hábilmente las entradas y salidas de cada uno de ellos y alternar la intimidad de Montalbano con el avance de las investigaciones, engarzando con maestría su fresco siciliano en el género policiaco y elevándolo, personajes mediante, por encima del retablo costumbrista.
Porque también hay en Camilleri algo, efectivamente, de costumbrismo y sobre todo, de realismo estilizante, al modo de Juan Valera. Su Sicilia tiene tintes oscuros indudables que ocupan cada vez más espacio, pero la sensación general es bienhumorada y hedonista y, si hay una imagen que queda en la retina del lector, es la de Montalbano comiendo una caponatina en su casa junto al mar, o bien paseando hasta el faro después de una copiosa comida en la trattoria de Enzo: un hombre solitario que tiene que alejarse del pueblo para disfrutar y al que se le ensancha el alma respirando el aire marino, pero también un hombre lleno de vida que ama su tierra y que, purificados simbólicamente los pulmones, se propone hacerla más justa, llevarle un poco del aire puro del mar.

Ahora bien, Camilleri es capaz de más registros, algunos de ellos insospechados. Lo mismo puede escribir cuentos de Montalbano —inferiores a las novelas, pero sorprendentes miniaturas de la vida de Vigàta-Porto Empedocle algunos de ellos —, novelas aproximadamente históricas sobre pequeños sucesos reales del pasado siciliano —como El cielo robado, sobre la estancia en la isla de Renoir o su modesto relato de una historia real verdaderamente impresionante en Las ovejas y el pastor— , o cambiar completamente de tono, abandonar el buen humor que le caracteriza y escribir una joya oscura como La intermitencia, publicada recientemente en España.
Es de admirar la capacidad de Camilleri para combinar en una trama de corrupción empresarial la facilidad de lectura que lo hace apto para todos los públicos, incluso para los que nunca leen, con la calidad literaria y la denuncia política sin caer en la moralina, sin bordearla siquiera. Extremando su vocación realista, Camilleri desaparece en esta novela —desaparece casi el narrador, que, salvo el mínimo indispensable de estilo indirecto libre, se limita a unas asépticas acotaciones— y nos deja solos frente a los personajes: dos grandes grupos empresariales del norte de Italia y toda la fauna, poderosa o no, que orbita a su alrededor atraída por la fuerza gravitatoria de los euros.
A través de breves secuencias superpuestas, asistimos al proceso de fusión de los dos emporios industriales desde las ópticas opuestas de todos los personajes implicados, que además tienen en muchos casos preocupaciones más importantes en su vida que el trabajo, pero que en otros casos no las tienen, de modo que se van entremezclando dos líneas sin que el lector sepa muy bien si en algún momento llegarán a confluir —y quizás ni siquiera lo sepamos del todo al terminar la lectura. El juego de perspectivas es interesantísimo, y lo mismo permite seguir las rencillas familiares de las cumbres económicas que dan ya el paso definitivo de la mastodóntica empresa familiar a la descarnada sociedad anónima internacional, que las inocentes y desgraciadas ilusiones de una mujer solitaria que deja atrás la juventud; igual los ásperos y desatendidos matrimonios centrifugados por los tiburones financieros que la lucha titubeante y de antemano inútil de los sindicatos obreros.
De nuevo la batuta de Camilleri, su admirable pulso narrativo, le permite componer esta sinfonía ligera y trágica que se precipita en una aceleración suicida muy multinacional a un final como mandan los cánones: tan sorprendente como inevitable y ambiguo: ¿justicia poética, fragilidad de los bienes materiales, casualidades de un mundo caótico? E insisto, todo ello sin reflexiones ni observaciones morales, con actitud documental. Esto es lo que hay, parece decirle al lector. Tú verás.
Ojalá los dioses de la literatura guarden a Andrea Camilleri y nos permitan leer más obras suyas. Podrá decirse que estas obras son literatura de entretenimiento, que a fin de cuentas son obritas y, efectivamente, más que grandes obras son obritas, sí, pero maestras.