A veces resulta inevitable, y siempre inquietante, pensar en una de las cuestiones que, atinadamente, ha ido señalando Javier Marías en su larga trayectoria de articulista, que no es otra que la del pánico que suscita intentar crear un pensamiento literario más allá de los lugares comunes. Al menos, esto parece evidente en España, con ejemplos tan palmarios como los resultados de las pruebas de compresión lectora o el espanto que produce en numerosas propuestas educativas la mera mención del sintagma “comentario de texto”. Quizás en nuestro país, como señaló Marías, falta tradición, además de sentido común. El pensamiento literario relaciona ideas, estilos, autores de distinta procedencia e indaga sobre cómo la armazón de diferentes fuentes literarias suscita todo tipo de contradicciones y lecturas.
La noción de pensamiento literario propuesta por el novelista permite resaltar que se puede hablar de literatura. E, incluso, hablar de literatura es todo un imperativo si se está convencido de que algunos hechos del mundo literario son del todo incomprensibles. La cuestión en la que pienso no es otra que la siguiente: en la crítica poética española apenas se ha prestado atención a una poeta que, sin miedo a equivocarnos, es un referente de su época: Amalia Bautista. En los treinta años que se cumplen desde la publicación de su primer poemario, Cárcel de Amor (1988), se revelan como insuficientes las consideraciones que su poesía ha suscitado. Quizás parte de la explicación de este hecho esté en la propia autora, que ha mantenido la sana costumbre de publicar cuando considera que tiene algo que decir. Esta costumbre, que ya siguió en su momento Jaime Gil de Biedma, puede explicar el porqué del silencio crítico y la razón de nuestro apasionamiento. Tal vez se deba también al carácter de la poesía de Bautista, en la que el “minimalismo vital” –término acuñado certeramente por Jesús Beades en 2006– que desprenden sus poemas presenta una esencialidad innegociable en franco enfrentamiento con la poesía imperante hoy día: aquella llena de una extravagancia presuntuosa en sus postulados, al confundir simpleza con sencillez. Así, su poesía se constituye como una forma de resistir frente al tipo de literatura de rápido e inconsciente consumo favorecido por la sociedad de la información.
Y, sin embargo, Bautista es una referencia que hay que poner en circulación entre algunos poetas jóvenes que atesoran, al igual que ella, una frescura que, ciertamente, no termina de verse en nuestro panorama de los últimos años. Los poetas que participan junto a ella en este número cinco de TEMBLOR, Daniel Aceña, Sesi García y Gema Palacios, no son autores que caigan en la simpleza o en lo obvio. Los dos últimos lo han demostrado en poemarios como Quién me compra este misterio (2017) y Treinta y seis mujeres (2016), respectivamente. En esta antología que presenta la revista aparecen algunos hallazgos que resuenan con fuerza en nuestra cabeza, en poemas como “Por la noche esa vela” (Sesi García), “Palabras para vosotros” (Daniel Aceña) o “Tormenta y brevedad” (Gema Palacios). Y estos tres poetas presentan, aunque desde distintas formas de entender la poesía, algunas concomitancias con Amalia Bautista o, tal vez, habría que decir las sucesivas “Amalias” que han ido publicando hasta su último poemario, Falsa Pimienta (2013).
Al igual que Amalia Bautista, Daniel Aceña, Sesi García y Gema Palacios plasman un equilibrio entre la realidad y la vocación. Son capaces de usar todo tipo de metros para convertirlos en declaraciones llenas de autenticidad, que no reniegan nunca de sus circunstancias personales, sobre todo en el caso de Sesi García, pero que captan todo aquello que se ha vivido y que todavía está por vivir en el poema. El vitalismo presente en Amalia también aparece en ellos y eso llega a traslucirse en el mimo a la música de la palabra, por el propósito cumplido de imprimir ritmo al verso. No obstante, la relectura de ciertos elementos del expresionismo que posee Aceña lo convierten en una nota discordante al apostar por cambios más bruscos en sus textos, por la primacía de una serie de imágenes que determinan la amplitud y la repetición del verso como base de la enunciación poética, aunque también sea capaz de lidiar con metros clásicos. Esa línea tampoco está descartada en el ejercicio explícito que crea Gema Palacios, siempre llena de recovecos de experimentación con los que dota de mayor trasfondo a la corporeidad que surge tras sus versos.
El uso de múltiples referencias está presente en los tres poetas jóvenes, aunque sin caer en el contenido críptico de algunos epígonos del culturalismo. Así, la presencia de la literatura en sus poemas es clara, se reivindica y se erige como otro tipo de puerta de acceso al mundo de lo lírico. Sesi García, por ejemplo, apuesta por rememorar los versos de Blas de Otero sobre la calle del Amparo o por incluir como entrada a sus versos a Juan Larrea; Gema Palacios posee la fuerza de Tsvietáieva –aunque, en parte, se vislumbre también a Szymborska–, Daniel Aceña incluye a Juan Rulfo, no solo como guiño intertextual, sino como guía de intenciones. Sin embargo, una de las cuestiones más llamativas estriba en la herramienta básica de la más veterana, Amalia Bautista, quien toma como cincel el uso accesible y directo de la lengua. Esto se hace aún más patente cuando en su poética surge “lo coloquial” como motor poemático, al igual que en la de Sesi García, aunque, paradójicamente, sus poéticas parezcan distantes. Por el contrario, Aceña apuesta por la creación de un abstracto, al perseguir que el mensaje poético sea capaz de sostenerse por sí mismo gracias a su capacidad de crear referentes en el lector. Por su parte, Gema Palacios logra crear una poética llena de sugerencias e imágenes en la que se advierte un anhelo de liberación. No obstante, en los cuatro podemos encontrar cómo la experiencia vital se entremezcla con la creación de un ambiente recóndito en el que se posa la imaginación del poeta. Un “espacio indefinido”, según indica con buen tino mi colega Raúl Asencio, en el que el poeta se ubica.
En definitiva, estos poetas hacen una poesía en la que incitan al lector a introducirse en un modo de ser o de estar. Una poesía clásica o transgresora, cuyas palabras brotan de una sinceridad aplastante que no busca ir por los caminos más trillados; una poesía capaz de hurgar en el imaginario tanto para clamar por los sentires del yo como para hablar de los pequeños gestos, aquellos que son los más verdaderos, bien sea en clave experiencial o más abstracta. Tales creadores posibilitan que cualquier lector pueda poner en práctica aquello del pensamiento literario, porque posen lirismo y fuerza. Y eso es muy positivo, pues la crítica no deja de ser producto de ese pensamiento: una reflexión personal sobre un tema en el que lo subjetivo y la realidad se entremezclan para incitar a la reflexión sobre un texto, sin pretender que todo lo que aparece en este sea trascendente. El pensamiento literario es simplemente hablar tal y como se escribe la poesía.