El canon literario no lo conforma el tiempo, como suele decirse muy a menudo, sino que se conforma a través del tiempo. El tiempo no edita, no escribe reseñas, no participa de las decisiones de los jurados y no antologa; sin embargo, la distancia de la que éste nos dota es necesaria para ordenar el devenir de la historia de la literatura. No puede obviarse el hecho de que todo intento por jerarquizar obras y autores está torcido desde el primer momento. Puede que, en el fondo de aquellos gestos que aspiran a delimitar eso que hemos llamado ‘canon’, esté una voluntad bondadosa, una voluntad de dejarse guiar tan sólo por —como dice Bloom recordando a Kant— el «valor estético». Puede; pero condicionantes como la ideología y, digámoslo así, las circunstancias biográficas ya adulteran inevitablemente el criterio con el que uno pretenda ordenar el insondable desván de la historia de las letras.
Por ello, el tiempo es de gran utilidad para llevar a cabo esta labor. El tiempo permite que el texto se erija sobre las circunstancias de su época, sobre las vidas de sus autores, así como de sus amigos, discípulos y demás deudores y mercachifles. El tiempo no evita la construcción interesada o torcida de un canon, pero matiza las inercias perniciosas de los ambientes culturales. El tiempo hace más complicado que las antologías, por poner un ejemplo, sean —como dice Raúl Molina Gil citando a Jordi Doce—, meros «instrumentos del poder destinados a crear unas jerarquías y unos escalafones determinados, precedidos por una construcción de una red de favores recibidos y devueltos que envuelven como melaza el trabajo de las revistas, editoriales e instituciones culturales».
Quizá por todo ello, en muchas ocasiones, la academia prefiere no echar cuentas con la literatura de su época y decide conformarse con el amable comentario de las obras de los muertos. Pero, ¿y qué pasa si nosotros, seres radicalmente contemporáneos a la literatura que se hace en nuestros días, queremos comentarla, editarla, antologarla y, por supuesto, edificar nuestro particular Parnaso? ¿Qué hacemos nosotros, críticos e investigadores millenials? ¿Deberíamos conformarnos con la literatura pasada y renunciar a dialogar con las voces de nuestro tiempo sólo porque broten de las bocas de amigos, jefes, novios, compañeros de partido o de aquel al que odiamos? Desde luego que no. Hagámoslo. Editemos, comentemos y antologuemos a nuestros contemporáneos. Dialoguemos con ellos desde nuestra mirada y tratemos de poner la primera piedra del canon. Ya vendrán otros a decir que estábamos equivocados. O no. Quizá hasta acertemos.
Estas son algunas de las intuiciones y preguntas que me han surgido al leer el último número de Kamchatka. Revista de análisis cultural, cuyo título es “Lecturas del desierto: nuevas propuestas poéticas en España”. La revista, para quien no la conozca, es una publicación de corte académico; aunque bajo la parafernalia típica palpita una vocación de definir con el arte y la literatura los contornos de, como ellos mismos dicen: «nuestro mundo social». En este número, dirigido por Álvaro López Fernández, Ángela Martínez Fernández y Raúl Molina Gil, se trata de descifrar el momento presente de nuestra poesía. Y pese a que en los artículos se dan muchas y diversas claves para entender qué demonios le está ocurriendo a cierta poesía española, lo más llamativo del número es su anexo, un volumen de más de setecientas páginas al que han decidido dar el nombre de Lecturas del desierto. Antología y entrevistas sobre poesía actual en España. Poetas nacidxs a partir de 1982.
Como el título ya viene adelantando, se trata de una recopilación de poemas y entrevistas de autores ‘nacidxs’ en democracia. Y digo ‘recopilación’ porque quizá ‘antología’ no sea el término más adecuado. De hecho, en el título mismo del prólogo encontramos una metáfora que se ajusta mucho mejor a la labor acometida: «Cartografiar el desierto». Prefiero este verbo porque la cartografía tiene mucho más que ver con lo que hay que con lo que debería haber. Concebir un mapa consiste en redimensionar el mundo para hacer su vastedad legible y, aunque no sé si eso es lo que pretende este número, desde luego, sí es lo que consigue. O sea: comprender meridianamente ciertos fenómenos que vibran hoy en la poesía española como la renovada preocupación por experimentar con el lenguaje, las nuevas formas que adopta el compromiso social o el auge de una poesía-producto que vende ejemplares como churros. Me seduce también que se refieran a este territorio que cartografían como desierto porque, ciertamente, es vasto e irregular. Y también porque adjetivos como ‘joven’ o ‘actual’ perderán su vigencia de aquí a unos años. Así, las indicaciones sobre las áridas dunas y los reconfortantes oasis de nuestra poesía no servirán de aquí a un tiempo. Pero eso poco importa, porque este número está hecho para el presente y le servirá a más de uno si lo que se propone es adentrarse en el terreno de la poesía española de hoy. Con este mapa en la mano, puede saberse con bastante facilidad por dónde caminar para evitar las arenas movedizas y en qué territorios hallar la bella flor del cacto.