Es la primera vez que un escenario español acoge Rojo (Red), la aclamada obra de John Logan (guionista de películas como Gladiator o The Aviator), galardonada con seis premios Tony y reconocida por la crítica de medio mundo desde su estreno en Londres en el año 2009.
Ambientada en el Nueva York de finales de los años cincuenta, Rojo nos traslada a un estudio con aires de búnker —donde ni siquiera la luz natural es bien recibida—, fiel reflejo de la personalidad compleja, egocéntrica y visceral del pintor expresionista Mark Rothko (Letonia, 1903-Estados Unidos, 1970). Su generación propició el fin de los cubistas que lo precedieron y ahora él, ya consagrado y mundialmente conocido, se siente amenazado por el auge del Pop Art. Ante tal augurio, Rothko (Juan Echanove) acepta el encargo de varios murales para el interior del restaurante Four Seasons del Seagram Building, en el que sería el trabajo mejor pagado en la Historia del arte hasta la fecha. Tomando como punto de partida ese episodio real en la vida del pintor, Rojo recrea los dos años que pasó elaborando esta serie de pinturas.
El retrato del artista que elabora Logan responde a cierto estereotipo: un ser amargado, brillante, pero henchido de dudas y contradicciones fruto de unas marcadas tendencias misántropas y el deseo de trascender. El mundo del arte es un organismo autótrofo que crea y mata tendencias de forma reactiva para seguir en funcionamiento. El creador que fue victimario, tarde o temprano, debe adoptar el papel de víctima.
En las cinco escenas de Rojo se abordan cuestiones tan atemporales como la esencia y la función del arte en sí, el papel del espectador en su creación o el futuro de la misma en una época de consumismo teleológico. La versión de Juan Echanove respeta enteramente el libreto de Logan, gracias a la traducción de José Luis Collado. Echanove nos regala un Rothko soberbiamente interpretado, que se amolda a la perfección al dinamismo de los diálogos originales. A Ken, el nuevo ayudante del pintor letón, lo interpreta Ricardo Gómez de forma sólida.
Generalmente desconfío del teatro que es discursivo en demasía. Si bien en Rojo no hay excesiva originalidad desde el punto de vista del devenir existencial de los personajes —en la primera escena, Logan nos ofrece incluso una pequeña bibliografía a viva voz de los pensadores que más influyeron a Rothko—, tampoco salí con la odiosa impresión de que hubiesen intentado hacerme creer que salgo de la sala siendo mucho más culta que antes de entrar. La reflexión se plantea en clave casi socrática. El texto funciona como un diálogo dirigido entre Rothko y Ken, que representan posturas encontradas: experiencia y juventud; sabiduría e ignorancia; frialdad y entusiasmo; desilusión e idealización; al fin y al cabo, rojo y negro.
Los colores tienen una importancia fundamental, tanto en la obra de Logan como en la propia progresión vital de Mark Rothko. Sus pinturas —habitualmente grandes murales de unos tres metros de alto situados a pocos centímetros del suelo— están pensadas para contemplarse de cerca y sumergir a quien las mira en un universo absoluto de color y matices, a través del cual se quiere conectar con las emociones más primarias del ser humano. «Hay tragedia en cada pincelada», nos dice Rothko. Su adscripción —nunca formal— al Expresionismo Abstracto no respondía únicamente al momento que le tocó vivir. Lo estético, lo bello, lo conmovedor era para él la única forma plausible de arte. Buscaba trascender la mera representación del mundo para lograr crear en el espectador sentimientos crudos, lo cual implicaba prescindir de la forma y hasta de la textura. Tal y como nos muestra el Rothko de Logan, hay todo un corpus teórico detrás de su concepción de la vida y del arte. En el momento en el que nos sitúa Rojo, el pintor lidiaba con la visión de parte de la crítica que consideraba al arte abstracto, y por ende su obra, como algo meramente decorativo: estético, sí, pero sin ningún tipo de planteamiento más profundo. En los últimos años de su vida, el pintor experimentó una transición en su arte, ensombreciendo su paleta al tiempo que luchaba con el estado depresivo que terminaría llevándolo al suicidio.

A pesar de situarse en el contexto de hace setenta años y de haberse estrenado hace casi una década, Rojo sigue invitando a una reflexión que no ha perdido intensidad hoy en día. Cualquier entregado a una forma de arte se ha preguntado alguna vez por la utilidad de la misma, por sus límites, su potencial y, sobre todo, su esencia.
Rojo puede verse desde el 29 de noviembre y hasta el 30 de diciembre en el Teatro Español de Madrid.