Con esas alegres palabras entra en escena el personaje más simpático de todo el teatro español, el pícaro Lamparilla, protagonista de El barberillo de Lavapiés, la célebre zarzuela de Francisco Asenjo Barbieri y Luis Mariano de Larra, obra maestra del género y en muchos sentidos su manifiesto fundador.
Al rescate de la zarzuela
Pero hablemos del género, que languidece olvidado en el teatro escondido en la calle Jovellanos de Madrid, justo detrás del Congreso de los Diputados. La zarzuela es el teatro lírico o musical español, el equivalente nacional de la ópera, o más exactamente de la ópera cómica. Aunque tiene sus orígenes (de lo más ilustres) en el siglo XVII, con obras de nada menos que Lope de Vega y Calderón de la Barca, la zarzuela moderna, la zarzuela propiamente dicha, es un producto de la segunda mitad del siglo XIX, contemporáneo, por ejemplo, de las novelas de Galdós, y también coterráneo porque la zarzuela es un género, más que español, madrileño. Y del pueblo de Madrid, concretamente, porque al contrario que el teatro romántico o la comedia burguesa, los protagonistas de la zarzuela no son marqueses o condesas, sino porteras, estudiantes, subtenientes retirados, chulapas y barberos. La música, por supuesto, se acompasó al contenido y acogió todos los ritmos populares del momento: chotis, jotas, seguidillas, valses e incluso tangos.
Con tales mimbres, la zarzuela se convirtió pronto en el género más popular del teatro español, un acontecimiento central en la vida de los madrileños. En mi familia se conserva memoria todavía del testimonio de una antepasada que aseguraba haber conocido el caso de algún vecino que había empeñado el colchón para ir a la zarzuela. Posiblemente este aficionado quisiera ver una obra del género chico, una zarzuela en un acto, de aproximadamente una hora, al alcance de casi cualquier bolsillo. Este subgénero extremó, en muchos casos, las características del género grande y acentuó además la vertiente satírica, de burlona crítica política y sobre todo social presente en la mayor parte de las obras. La Gran Vía, por ejemplo, seguía escociendo hace solo dos años en la versión libre y refundida de Miguel del Arco.
Pero en realidad la zarzuela apenas sobrevivió a la sociedad que retrataba y para 1910 (tomemos esta como fecha aproximada), el género había dado ya sus mejores y más abundantes frutos, aunque aún se siguieran componiendo hasta la Guerra Civil. Después, la zarzuela murió definitivamente. Esto no tiene nada de grave, en realidad, aunque es frecuente que se tome la muerte de un género como una catástrofe artística. La zarzuela, como otros géneros que murieron antes que ella (la épica homérica, la novela picaresca), no tenía ya sustento para producir nuevas obras, pero las que había dado seguían plenamente vigentes. Lo verdaderamente grave fue la apropiación posterior por parte de la dictadura, que desnaturalizó completamente la zarzuela. Como explica este interesante artículo, el franquismo aprovechó la veta folklórica del género para convertirlo en bandera de un nacionalismo musical de bajos vuelos, potenciando la exaltación de majos y chulapas y eliminando los abundantes elementos satíricos: véase como ejemplo este vídeo estremecedor. De esta forma, la zarzuela se impregnó de un olor a rancio y casposo que es la antítesis de sus orígenes y del que aún hoy, entre cierta gente de cultura, le cuesta desprenderse. Para otras gentes de cultura, y no digamos ya entre aquellos no muy aficionados a la música, la zarzuela sencillamente no existe. ¿Cuántos madrileños saben, por ejemplo, quién fue Federico Chueca?
La situación, por tanto, es crítica. A grandes rasgos, la zarzuela ha sufrido uno de tantos secuestros habituales en la cultura y especialmente en la música clásica. De ser patrimonio común del pueblo de Madrid, ha pasado a ser un teatro musical para gente con posibles, a ser posible anciana (la media de edad de los asistentes a cualquier representación en el Teatro de la Zarzuela sobrepasa con mucho la jubilación) y a ser posible conservadora. Se impone, por tanto, la necesidad de rescatarla y devolverla a su legítimo público: el pueblo de Madrid. Con este fin, son muy habituales en los últimos años toda serie de montajes deliberadamente actualizadores, cuando no rompedores, que buscan explícitamente traer la zarzuela a nuestros días, conectarla con nuestra sociedad y hacerla relevante en los tiempos que corren. Los resultados son desiguales. Miguel del Arco, por ejemplo, preparó una versión refundida y muy libremente reescrita de La Gran Vía y El año pasado por agua en la que hacía aparecer a Pablo Iglesias (el actual) dando un mitin en tiempos del primigenio y que convertía a la horrorosa doña Virtudes en una aún más horrorosa señora que hablaba de mamandurrias. Sin duda, la obra tenía mucho de bueno, como demuestra bien a las claras el hecho de que fuera boicoteada por los sectores más reaccionarios del público, pero lo cierto es que los chistes no eran demasiado buenos y las excesivas escenas habladas se sostenían apenas sobre la gracia y el talento de Paco León. Mucho peor fue, con todo, el programa doble (así llamado) de Châteaux Margaux y La viejecita de Lluis Pasqual, que eliminaba toda la acción de la primera para dejar únicamente dos o tres números cantados como parte de un concurso radiofónico y reducía la segunda a su segundo acto, en una decisión que todavía no logro comprender.
Así pues, la intención parece sin duda loable, pero un amante de la zarzuela se pregunta si no es mejor ser más modesto y conformarse con sacudirle el polvo al vestuario y las coreografías (porque sin duda cualquiera en su sano juicio prefiere ver esta maravilla al vídeo del enlace anterior), recuperar el espíritu satírico y el aire popular y presentarla al público, lisa y llanamente, tal cual es, confiando en que aún tenga algo que decirnos.

Un ejemplo espléndido: el Barberillo de Sanzol
Esa parece ser la idea que ha guiado la versión de El barberillo de Lavapiés dirigida por Alfredo Sanzol esta primera quincena de abril. Lejos de ningún intento de modernización más o menos artificial, fuera de haber eliminado del libreto las referencias de época y alguna otra discreta intervención, todo se fiaba al texto de Luis Mariano de Larra (hijo del Larra conocido por todos) y a la música de Barbieri. Y funcionó, porque El barberillo de Lavapiés es una obra inspirada de principio a fin y de lo más actual. La escenografía, algo discutible (ocho paneles móviles de color negro que formaban alternativamente muros, calles y habitaciones), era sin embargo elegante y tenía la virtud de atraer toda la atención sobre las actuaciones, modélicas, de todo el reparto; el vestuario, totalmente de época, era deslumbrante; por último, la coreografía se había remozado solo lo necesario, en un justo equilibrio. Por lo demás, la conexión con el público actual se da por la fuerza del texto, que cuenta una historia de amor y sátira política.
El argumento gira en torno a una conspiración para hacer caer a Grimaldi, secretario de Estado, y aupar en su lugar al conde de Floridablanca. La cabeza pensante de la conspiración es la marquesita del Bierzo, que actúa a espaldas de su amado don Luis, sobrino precisamente de Grimaldi, y se apoya en Paloma, una costurera de La Latina que a su vez involucrará a nuestro Lamparilla, quien hará lo que se le pida para ganarse el favor de Paloma, a la que adora. Y este es el verdadero centro de la obra, el amor de Lamparilla y Paloma y las evoluciones de estos dos nerviosos personajes a los que todo les urge, interpretados en esta ocasión por Borja Quiza y Cristina Faus, que no solo cantaron admirablemente, sino que actuaron con gracia, con una dicción del verso impecable, con un sutil pero intenso erotismo en todas sus escenas juntos y manteniendo siempre vivo en las partes habladas el ritmo chispeante de la música.
Honraron, por tanto, el texto de Larra, que propone dos seres tan interesantes como difíciles de poner en pie. Lamparilla me parece, como digo, el más simpático de toda la historia del teatro español: fanfarrón, espléndido, travieso, ingenioso, apresurado… Y Paloma es un personaje casi galdosiano, una mujer del pueblo resuelta y decidida, revoltosa, atractiva y muy inteligente. Lamparilla, con todo, es una creación tan redonda que destaca sobre Paloma y, de hecho, sobre todos los demás. Aparte de su famosísima presentación, es tan bullicioso y juguetón que, recién salido de la cárcel, donde ha permanecido aprisionado siete días por conspiración, mantiene el ánimo para relatar su estancia a Paloma (con el acompañamiento de una melodía deliciosa): “Vivir sin luz en un calabocito, / comer un rancho mezquino y fatal, / dormir muy poco en el suelo maldito / y pensar mucho en tu cuerpo chiquito, / tu labio bonito / de grana y coral”. Inasequible al desaliento, volverá a complicarse en la conspiración y organizará a todo Lavapiés para romper los faroles y despistar así a la policía. ¿En qué piensa ahora Lamparilla? Como siempre, en Paloma: “Dicen que Sabatini / pone faroles / porque no ve los rayos / de tus dos soles”.
Larra, muy consciente de lo que se traía entre manos, dedica una escena a lo que bien puede entenderse como la poética de la zarzuela. Antes de llegar al desenlace de la obra hay un pequeño remanso para las típicas declaraciones de amor entre las dos parejas protagonistas. Lamparilla, buen aficionado al teatro, sabe lo que toca, y se lo dice a Paloma: “Sigue la pauta. Frente a la orquesta se quedan el galán y la dama y el gracioso y la graciosa a la izquierda se apartan”. Y sin embargo, a estas alturas, el público ya quiere oír solo a Paloma y a Lamparilla. Inmediatamente sigue el disfraz de la marquesita y don Luis como majos; como bien dice el autor de esta crítica en El País, más que un elemento de la intriga, es una escena simbólica: el aristócrata como tipo teatral abdica en el majo, y se celebra cantando una calesera hiperbólica: “En San Lorenzo / curas y sacristanes / se ahorran incienso, // que las manolas, / al moverse un poquito / huelen a gloria”.
Y, al fondo, está siempre presente el asunto político, con unos gobernantes misteriosos y bien alejados moralmente de sus súbditos y con una disparatada inestabilidad de la que se asombra y se ríe Lamparilla: “Que en progresión singular / y siguiendo este registro / quien no haya sido ministro / no se pueda empadronar”. En fin, todo se arregla y el complot alcanza el éxito: el conde de Floridablanca sustituye a Grimaldi, con la consiguiente división de pareceres de toda la concurrencia. ¡Es igual! Lamparilla, que parece que haya leído El gatopardo, sabe más: “Ay, señoras, qué ilusión / pensar que porque ha cambiado / el secretario de Estado / será feliz la nación. // Aunque suban a millares / a enmendar pasados yerros, / siempre son los mismos perros / con diferentes collares”.
Poco más se puede añadir. Si acaso una invitación: una de las funciones de este último montaje está disponible en Youtube, gracias a la generosidad del Teatro de la Zarzuela que, esquivada la privatización, da ejemplo de lo que debe ser un teatro público. Si a usted le gusta la zarzuela, la función es espléndida; si, en cambio, no conoce usted este género de teatro musical, no hay mejor obra que El barberillo de Lavapiés para un primer contacto; en cualquier caso, merece mucho la pena verlo. Por lo demás, solo queda desearle a Lamparilla, a Paloma, y a la zarzuela en general, lo que merecen: salud, dinero y bellotas.