El pasado marzo, con motivo de la apertura de las nuevas naves del Matadero, se estrenó el documental, dirigido por Manuel Fernández Valdés, titulado Angélica (una tragedia) donde no sólo se nos muestra cómo Ángelica Liddell vive el proceso de creación si no también la delgada línea que separa éste de su propia vida. El director describe con estas palabras el documental “No es una película de cómo un artista ensaya su obra, sino de cómo ensaya su vida. Sola ante un espejo.” Por ello, a raíz de este estreno, he querido poner de relieve la figura de Liddell (una creadora exiliada ahora de la escena española) y el valor de sus textos, recogiendo una de sus más grandes obras dramáticas, La casa de la fuerza, ganadora del Premio Nacional de Dramaturgia en 2012.
Si pudiéramos hacer una lista de los textos con más fuerza dramática de la historia de nuestra literatura, éste, sin duda alguna, sería uno de ellos. Angélica Liddell apuesta por un texto desgarrador desde la primera frase hasta la última. “No hay cerro, ni selva, ni desierto, que nos libre del daño que los otros preparan para nosotros.” Así empieza este viaje y, en efecto, no hay nada que nos salve. El pensamiento nihilista rezuma de la tinta de cada letra. Liddell nos propone una mezcla de poesía, prosa y música entremezclada de manera perfecta, pensada para que este nihilismo no termine por derrotar al lector. En este intenso camino por los diferentes capítulos del texto nos adentramos en la esencia humana, en las pulsiones internas y primigenias de nuestra especie. La tragedia de nuestra realidad se va haciendo patente en cada capítulo, pero en contraste con el horror que describen los monólogos de los personajes tenemos la nota lúdica (no por ello menos dramática) que aporta la música.
Nos emocionamos y empatizamos con las palabras y las situaciones de esta obra que denuncia, de una manera a la vez terrible y poética, el sufrimiento de la mujer sólo por serlo. Pone ante el lector la evidencia del poder que ejerce el maltratador sobre la víctima, de las secuelas, de las humillaciones, de las violaciones, de las agresiones. Nos relata asesinatos en Ciudad Juárez. Y cada uno de estos golpes remueve nuestra conciencia. Nos insta a reaccionar ante unas situaciones que vivimos de cerca, casi a diario, pero que mientras leemos las vemos aumentadas por la lupa de este texto que va a la raíz del propio conflicto. Va más allá del desprecio y llega al miedo, al odio a uno mismo y a los demás. Una tragedia clásica, universal, que nos muestra la naturaleza del ser humano, capaz de cometer las mayores atrocidades. Conecta los temas y los expone: sin miedos, sin adornos, sin palabras políticamente correctas, sin salida. En todo momento sabemos que no hay posibilidad de salvación para nosotros.
Hacia el final nos presenta un monólogo que refleja a una mujer fuerte, liberada, con sed de venganza; un discurso que propone una revelación de la mujer a través del sexo para fabricar una raza de “hombres débiles”, “hombres frágiles” con el objetivo de aniquilar a los “hombres duros”, “hombres metálicos” e “insensibles”, que someten a la mujer y la denigran, y siguen proclamándose inocentes. Pero, a pesar de la fuerza de estas palabras, y del mensaje que contienen, al finalizar la obra el pesimismo y el nihilismo se han apoderado de nosotros.
Al margen de la denuncia, es un texto que nos habla del amor como origen de los males del mundo. El amor como conductor de pasión y odio, con la fuerza de desgarrarnos si está ausente. El amor como fin, como objetivo vital, y por el que somos capaces de todo, hasta de la autodestrucción.
Angélica Liddell usa las palabras precisas en el momento preciso, nos describe verdaderos horrores con la palabra poética. Una obra creada para ser representada pero que es igualmente potente en su lectura. Un texto necesariamente incorrecto para una sociedad herida y casi impermeable al horror que la rodea. Una obra que visibiliza esta realidad y la hace patente. Una obra tan desgarradora como necesaria.